Revista mensual de publicación en Internet
Número 84º - Julio, agosto y septiembre de 2.007


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MÚSICA Y FÍSICA (III)

Por Susana Hortigosa García. Diplomada en Magisterio de Educación Musical y estudiante de Ciencias Físicas.  

“No me reconozco en el espejo/necesito un consejo, aunque de qué me quejo/tímido y complejo/perdido en el tiempo,
sin rumbo/ante mi propio látigo sucumbo en un acto reflejo”. Violadores del verso, Fe

“Mas busca en tu espejo al otro,/al otro que va contigo” Antonio Machado, Nuevas canciones.

  

Este tercer artículo es el último de la serie “Música y Física”. En él comentaremos algunos aspectos que todavía nos restan sobre la música vista desde la física (o viceversa). Pero no se aflijan, que aún nos queda mucha diversión...

 

SILENCIO, SE AFINA

 Hay un chiste que dice así: 

- ¿Cuál es la definición de una segunda menor?

- Dos oboes barrocos tocando al unísono. 

Si no lo ha entendido, no se preocupe: los siguientes párrafos están escritos especialmente para usted.   

Este sí, este no 

¿Recuerda lo que decíamos en nuestra última entrega acerca de la frecuencia? En efecto: la frecuencia es lo rápido o lo lento que se mueve una onda, por ejemplo la onda sonora. Si tiene un tubo flexible a mano, como los que a veces se usan para meter los cables eléctricos en la pared, puede hacer un experimento bastante ilustrativo al respecto. Tómelo por un extremo y hágalo girar en el aire, sin prisas. Oirá que produce un sonido más o menos grave, dependiendo de las características del tubo. Ahora hágalo girar a más velocidad: notará cómo produce un sonido cada vez más agudo. Cuanto más rápido gire, más agudo será el sonido que genere. Con las ondas sonoras ocurre algo parecido: cuanto más rápido se muevan, más agudo será el sonido que percibamos. Es decir: a mayor frecuencia tendremos sonidos más agudos. 

El ser humano ha usado los sonidos desde muy antiguo. La civilización mesopotámica y los primeros persas, chinos y egipcios nos han dejado pruebas indudables de su utilización lúdica y religiosa de la música. A lo largo de los siglos y en su incasable empeño por no dejar nunca las cosas tal y como están, el hombre ha ido organizando los sonidos de distintas frecuencias como más le gustaban; descartando unos, seleccionando otros y ordenando estos últimos de la forma que le resultaba más agradable. Estos sistemas musicales han ido variando, lógicamente, según las distintas sociedades y con el correr de los tiempos. Pero suele ocurrir que, cuando una persona está habituada escuchar música en un determinado sistema, nota al momento cualquier salida de tono (nunca mejor dicho), cualquier sonido que no pertenezca al sistema o no esté en el lugar que le corresponde. De hecho, y aunque pueda parecer contradictorio, un sonido radicalmente distinto al que esperamos producirá sorpresa, pero uno tan solo ligeramente diferente resultará profundamente desagradable. ¿Alguna vez se ha preguntado por qué?  

Ehm... ¿seguro que eres de la familia? 

Rara vez la música la compone una melodía solitaria: normalmente suenan varias notas a la vez, y es la relación entre ellas la que nos da mejores pistas de en qué sarao nos hemos metido. Cuando dos sonidos de distintas frecuencias (esto es, uno más grave y otro más agudo) suenan a la vez e igual de fuerte, se produce un fenómeno llamado batimentos o pulsaciones. Son subidas y bajadas bruscas de la intensidad del sonido: sonará más fuerte cuando ambas ondas coinciden, y menos cuando se separan. Y ahora viene lo más interesante: el número de “golpes” de intensidad será exactamente la diferencia de frecuencia que exista entre los dos sonidos. Por ejemplo: entre un sonido de 440 Hz (“Hz” es el símbolo del hercio, la unidad de medida de la frecuencia) y un sonido de 545 Hz (la diferencia entre una nota y su octava un poco desafinada) se producirán 105 pulsaciones por segundo: se nota, pero no demasiado. Sin embargo, entre un sonido de 440 Hz y uno de 445 Hz (la diferencia entre una nota y la misma un poco desafinada) se producirán 5 pulsaciones por segundo, evidentes hasta para el oído menos experto. Así que, cuanto más parecidos sean los sonidos, más desagradable será el resultado. Es por eso que en música es tan importante que todos los componentes de cualquier agrupación toquen en las mismas frecuencias: es lo que se denomina afinación. Imaginen a toda una orquesta tocando un par de hercios arriba y abajo... o aún peor, imaginen a un dúo tocando ligeramente desafinado: las pulsaciones echarían a perder todo el trabajo. 

¿Quiere eso decir que cuando dos notas nos suenan bien juntas no se están produciendo pulsaciones entre ellas? Bueno, no exactamente. El sistema musical occidental, que es el que hemos tenido en Europa desde el Barroco hasta hace bien poco, cuando han comenzado a surgir otras tendencias, se organiza básicamente a intervalos de 100 Hz; a este intervalo se le denomina octava y es considerado el más “agradable” de oír. Entre dos sonidos que se diferencian 100 Hz no se producen pulsaciones en absoluto. Sin embargo, otras diferencias menores, entre las que sí se producen pulsaciones, nos resultan agradables al oído, según dicen los expertos, porque hemos aprendido a “contar” de forma inconsciente las pulsaciones a las que estamos habituados. En ese caso, lo que nos resultaría desagradable sería que este número variase. Probablemente el tema sea un poco más complicado, pero la idea es interesante y sospecho que no exenta de razón. 

Hay otros intervalos de sonido habituales en el sistema occidental. La segunda menor es el más pequeño de todos ellos (unos 8,3 Hz) y, como acabamos de ver, cuanto más cerca están los sonidos más desagradables resultan las pulsaciones, así que la segunda menor es la niña fea de los intervalos. Si tiene un piano cerca, pruebe a presionar a la vez una de las teclas negras y una de las blancas adyacentes a esta: sabrá de lo que hablo. He ahí la explicación del chiste: dos oboes barrocos tratando de hacer la misma nota estarían tan desafinados que producirían este chocante intervalo. Huelga decir que es una broma bastante exagerada y que, por cierto, no suele gustar a los oboístas... 

¡ECO! (ECO, ECO, ECO...) 

Es usted una onda sonora. Se mueve libre por el aire, sintiendo cómo la energía impregna cada centímetro de su ser, expandiéndose, luchando por llegar aún más lejos, un poco más allá, solo un poquito más, y de pronto... ¡ZAS!: un obstáculo. 

 El sonido también reflexiona 

En ese momento usted, como onda sonora, puede reaccionar de diferentes formas. Depende de cómo sea ese obstáculo: 

Volver por donde ha venido (reflexión). O por otro camino, dependiendo de en qué ángulo se encuentre la superficie del obstáculo: como un rayo de luz cuando se encuentra un espejo. Esto ocurre cuando la superficie no deja pasar la onda a su través. Es un fenómeno que suele usarse en los locales (auditorios, teatros...) para aumentar la intensidad del sonido en determinadas zonas, mediante unas superficies especiales llamadas tornavoces

Seguir adelante (refracción). La superficie le deja pasar, pero usted (recuerde que es una onda) nota la diferencia de densidad y no se queda indiferente: cambia su dirección y su velocidad. Gracias a este fenómeno, cuando ha nevado, cerca del suelo se pueden oír sonidos producidos a gran distancia, ya que las diversas capas de aire frío desvían las ondas sonoras hacia la tierra. 

Cambiar de acera (difracción). Las ondas sonoras también pueden rodear obstáculos y pasar a través de pequeñas aberturas. 

Quedarse (absorción). ¿No ha notado alguna vez que, en las discotecas, la música parece estar más alta cuando el local está vacío que cuando está lleno? Lo que ocurre es que parte del sonido es absorbido por los cuerpos del público ( y otra parte se reflecta), por lo que a más gente menos sonido. Esto ocurre con la mayoría de los materiales y es un fenómeno que también se tiene en cuenta en la acústica de las salas de conciertos.  

De ida y vuelta 

Consecuencia del efecto de reflexión-absorción son tanto el eco como la reverberación. Cuando un sonido es reflectado por alguna superficie, primero oímos la onda original y luego la que “rebota”. Si la onda rebotada llega a nuestros oídos después de más de una décima de segundo (en sonidos musicales; una quinceava en sonidos secos) oiremos ambas ondas como dos sonidos distintos: tendremos eco. En caso contrario interpretaremos ambas ondas como un solo sonido pero más largo: tendremos reverberación. La reverberación suele usarse para mejorar la acústica de las salas de conciertos. Por ejemplo, en el Royal Festival Hall de Londres, que tiene 22.000 m3, el tiempo desde que se produce un sonido hasta que su intensidad se reduce a una millonésima parte es de 1,47 segundos; en el Concertgebow de Amsterdam (19.000 m3) de 2,00 s; en La Scala de Milán (11.200 m3) de 1,20, en el Auditorio Nacional de Madrid (22.000 m3) de 2,00 s; y en el Auditorio Manuel de Falla de Granada (4.500 m3) de 1,80 s. No está nada mal...


¡QUÉ SIMPÁTICOS! 

En la revista del Conservatorio Superior de Música de Sevilla escribía hace años una chica quejándose de las malas condiciones de las salas de estudio. La chica estudiaba percusión y contaba que tenían que sacar al “abuelo” (así llamaban al decrépito vibráfono que tenían para practicar) de la sala, porque instrumentista e instrumento no cabían dentro, y encajarlo literalmente en el pasillo para estudiar. “Y cuando comenzamos a tocar cito de memoria, pero era algo así todos los demás instrumentos empiezan a vibrar por simpatía. ¡Qué simpáticos!”, añadía con sarcasmo. No se trata de que los instrumentos vibrasen por solidaridad con el pobre vibráfono, ni de que por ser sevillanos tuviesen más gracia. La vibración por simpatía, también llamada resonancia, es un fenómeno que ocurre cuando un objeto comienza a vibrar en presencia de un sonido. Cada objeto (siempre que pueda vibrar) tiene una frecuencia de sonido a la que vibra con más facilidad, llamada frecuencia natural de vibración, y que depende de su masa y de su elasticidad. Cuando cerca de ese cuerpo se produce un sonido a esa frecuencia o una parecida, el objeto vibrará. Así es como algunos cantantes consiguen romper una copa de cristal. 

La resonancia es también el fundamento físico de las cajas de resonancia, tales como el cuerpo de los instrumentos de cuerda. El aire contenido en la caja vibra por resonancia y refuerza el sonido. El volumen de esta caja ha de estar en consonancia con la gama de frecuencias que debe reforzar, aunque no en todos los casos es así. En la viola, por ejemplo, la caja, por razones prácticas, se construye más pequeña de lo que debería: es la razón de que este instrumento tenga un sonido más apagado que el resto de su familia. 

 

...Y PRÓXIMAMENTE... 

Hasta ahora hemos tratado de comprender qué es el sonido y cómo funciona. Pero no podemos olvidar que el sonido es percibido por nuestros oídos, producido por nuestra laringe e interpretado por nuestro cerebro. ¿Oímos todo lo que suena? ¿Son los sonidos tal y como los oímos, o en ocasiones los percibimos de forma distorsionada? ¿Cómo se produce eso que llamamos audición? ¿Por qué nos emociona una pieza musical? Estos serán los temas de nuestros próximos artículos. Les esperamos.

Bibliografía:

Calvo-Manzano, A., Acústica físico musical. Ed. Real Musical, Madrid, 2001