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Número 47º - Diciembre 2.003


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LOS ESCRITORES Y LA MÚSICA:
HOFMANNSTHAL (II)

 Por José Ramón Martín Largo. Lee su curriculum.


Hugo von Hofmannsthal

La herencia wagneriana, que había llegado a Strauss de primera mano a través de su profesor Hans von Bülow, no excluía, sino todo lo contrario, la influencia del puro clasicismo vienés, cuyo referente más notable en lo que respecta a la ópera, y a la idoneidad entre palabra y música, era Don Giovanni. Por otra parte, es de suponer que Strauss, que conocía bien la obra de Arnold Schoenberg, de la que admiraba especialmente los Gurrelieder, debió considerar su Elektra como el punto final de una experimentación que le había aproximado a la estética schoenbergiana, punto más allá del cual no estaba dispuesto a ir y que en cambio para Schoenberg (que en 1912 daría a conocer su Pierrot lunaire) era sólo el principio. Las audacias que ya se adivinaban en el horizonte inmediato, tales como el sprechgesang y la atonalidad, aconsejaron a Strauss dar un giro clasicista a su música, que se plasmaría por primera vez, constituyéndose ya en modelo para el resto de su obra escénica, en El caballero de la rosa.
 

Esta comedia de inspiración mozartiana aparece hoy como un minucioso retrato psicológico en el que mágicamente las interioridades de los personajes han sido amplificadas y convertidas en música. El libreto de Hofmannsthal, dotado de una consistencia que es casi única en el género, y que podría ser representado como pieza autonóma, pongamos por caso, en un teatro de cámara, alcanza una magnitud de gran ópera sin perder por ello nada de su intimidad y profundidad. Así, este retrato colectivo a ritmo de vals acaba trascendiendo los límites de la escena para mostrar la imagen fiel de una época, la del imperio austro-húngaro, que tocaba a su fin. Por lo demás, la sensualidad patológica que había predominado en Salomé y en Elektra dejó aquí su sitio, de un modo que sorprendió al público de la Semperoper el día del estreno, a la ironía y al refinamiento, presentes en el texto, la orquesta y, de manera novedosa, en el canto, que muy pocas veces es canto convencional y casi siempre consiste en una especie de recitado, o de diálogo, apoyado por la orquesta.

 

Pero no debe ignorarse el hecho de que la brillantez y la aparente ligereza de El Caballero de la rosa esconden un amargo sentimiento que Hofmannsthal había expresado cinco años antes en un texto que, como la Carta de Lord Chandos, de nuevo se presentaba bajo la forma de una carta, dirigida esta vez a un lector desconocido. En ella, el autor ficticio, que pretendía regresar a Alemania y Austria después de una larga ausencia, mostraba su incomprensión hacia los alemanes de la época: “De vuelta aquí, pensaba ver cómo viven. Aquí estoy, pero no veo cómo viven; y los veo vivir, pero no me gusta”. En cierto modo, los sentimientos descritos en Briefe des Zurückgekehrten (Cartas del que regresa) suponen la continuación de los que unos años antes manifestó Hofmannsthal a través de Lord Chandos: un extrañamiento y una falta de identificación con el mundo que, si antes afectaba a los objetos y a su expresión poética, ahora se refería a sus contemporáneos alemanes y austríacos, cuyo ser íntimo se había esfumado y a los cuales faltaba “lo que edifica a la comunidad, todo lo que de primitivo hay en ella, lo que radica en el corazón”. Quizá eso que radica en el corazón sea precisamente de lo que se despide la Mariscala en la última escena de la ópera, cuando, resignada ante el amor de Sofía y Octavio, y comprendiendo que los protagonistas de la historia ya son otros, sale de escena llevando tras de sí toda una época.

En 1912 la colaboración entre Hofmannsthal y Strauss continúa y se diversifica: en Stuttgart se estrena Ariadne auf Naxos, que tendría una segunda versión vienesa cuatro años más tarde, y, con música de Strauss, se representa la adaptación hofmannsthaliana del Bourgeois gentilhomme, de Molière. También ese año Hofmannsthal se encuentra en París con Diaghilev, director de los Ballets Rusos, que le encarga un libreto sobre el pasaje bíblico de José, que, con el título de Josephslegende (La leyenda de José), y de nuevo con música de Strauss, se estrenaría en 1914 en la Ópera de París.

De esta fecunda actividad, que era acompañada además por el éxito, podría deducirse que las relaciones personales entre Hofmannsthal y Strauss fueron siempre tan fáciles como las artísticas. Y sin embargo no fue así, como queda claro en la correspondencia entre ambos, en la que abundan las quejas y las incomprensiones, motivadas sobre todo por el perfeccionismo de Hofmannsthal y por la tibieza, cercana a veces a la indiferencia, de Strauss. Raramente se mostró éste entusiasmado con los libretos que recibía, y apenas dedicó al autor de los mismos algún débil elogio, lo que no debía agradar a quien disfrutaba del triunfo literario ya desde los tiempos del bachillerato. A este respecto, se ha señalado a la exquisita Ariadne auf Naxos como una especie de alegoría de la relación entre Hofmannsthal y Strauss. La ópera, que había nacido como homenaje a Max Reinhardt, y que el día de su estreno apareció como un apéndice del Bourgeois gentilhomme, sólo alcanzó su forma definitiva tras el añadido de un prólogo. En  él se advierte al maestro de música de que a la inminente representación de una ópera dramática sobre el desengaño de Ariadna seguirá un intermedio cómico. Más tarde, para que no se aburran los espectadores, se decide interpretar las dos obras a la vez, idea que como es natural subleva al compositor, que amenaza con retirar su pieza. Pero la soprano que debe hacer el papel de Zerbinetta en la ópera seduce al compungido músico, con lo que éste acepta las condiciones que se le han impuesto, confiando en el poder de la música. Todo lo cual viene a ser un reflejo de los desacuerdos entre Hofmannsthal y Strauss con respecto a la obra. Su argumento, que para el libretista estaba cargado de un simbolismo que aludía a la resurrección del espíritu, por lo que a su juicio la escena central era la de la “transformación” de Ariadne, recibió una interpretación diferente al ser puesto en música. Strauss, que había concebido para su ópera una pequeña orquesta, encontró la oportunidad de escribir páginas de gran virtuosismo para las voces, lo que hizo que abandonara en parte el estilo de diálogo musical ya ensayado en El caballero de la rosa. En consecuencia, y ya que el personaje que mejor se prestaba al virtuosismo era el de Zerbinetta, escribió para ella una escena de extraordinaria dificultad que Hofmannsthal encontraba de mal gusto, y que además restaba protagonismo al papel de Ariadne. “Así”, escribió Hofmannsthal, “los dos mundos espirituales se conectan de un modo irónico, al fin, en la única conexión posible: la incomprensión”.  

Tal vez sea la fidelidad del libretista al músico, pese a la aparente falta de afinidad entre ellos, la mejor respuesta a la debatida cuestión de si Hofmannsthal consideraba o no sus libretos para Strauss como obras de encargo, “menores”, en cualquier caso. Y es que desde esa perspectiva toda la obra de Hofmannsthal de este período (los libretos, las adaptaciones, las colaboraciones en la prensa) sería “obra menor”, lo que no impedía que aplicara a toda ella por igual ese perfeccionismo que, por lo demás, le caracterizaba ya desde su juventud lírica. Sucede que en el Hofmannsthal de estos años estaba fraguando un nuevo tipo de personalidad literaria a la que iban a terminar de dar forma los acontecimientos exteriores, y en especial el gran acontecimiento de la guerra.