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Número 43º - Agosto 2.003


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LOS ESCRITORES Y LA MÚSICA:
DA PONTE (I)

Por José Ramón Martín Largo. Lee su curriculum.

 

Al final del siglo XVIII, en la Europa en la que el arte estaba sometido al gusto y al capricho de unas cabezas bienpensantes que oscilaban entre el puro feudalismo y los ideales de la Ilustración, y mientras algunas de esas cabezas empezaban a rodar, surgieron personajes para los que la revolución consistió en hacer buen uso del provechoso talento de sobrevivir y que convirtieron sus vidas en novelas o en óperas bufas, tales como Lorenzo Da Ponte. Esta voluntad de sobrevivir a pesar de los reveses de la fortuna, que a Da Ponte le permitió alcanzar la muy respetable edad de ochenta y nueve años, hizo de su existencia una sucesión de reencarnaciones que le llevarían a ser desde tahúr en Venecia hasta bibliófilo en Nueva York, pero no a olvidar su condición, presente en cada uno de sus avatares, de hombre de teatro.

La longeva existencia de Da Ponte (que se había iniciado cuando aún Handel estaba en activo, y que concluiría sólo un año antes de que Verdi estrenara su primera ópera) le hizo ser testigo de un período capital de la historia de la música, lo que, en el ámbito de la ópera italiana, se traduce en una posición intermediaria entre las obras de Alessandro Scarlatti y las de Gioachino Rossini. Por otra parte, la incansable actividad de Da Ponte dio como resultado una abundante y variopinta producción de la que hoy solamente es recordada, junto a sus Memorias, la encaminada al teatro musical, y sobre todo sus libretos para Mozart: Le nozze di Figaro, Don Giovanni y Così fan tutte.

Emmanuel Conegliano nació en 1749 en la pequeña judería de Ceneda (hoy Vittorio Veneto). En 1763, mediante una solemne ceremonia celebrada en la catedral de Ceneda, la cual incluyó disparos de cañón, un concierto de campanas y fuegos artificiales, la familia Conegliano se convirtió en pleno, de lo que quedó constancia en un opúsculo titulado Distinta narrazione del solenne Battesimo conferito nella Cattedrale di Ceneda ad un padre, e tre figli del ghetto di detta città nella giornata del 29 agosto 1763. Desde ese día Emmanuel Conegliano pasó a la historia, adoptando el nombre del obispo que presidió el acto: Lorenzo Da Ponte.

Inmediatamente el joven ingresó en el seminario de su ciudad, resultando ser desde el principio un alumno rebelde y obstinado, al que sus maestros no negaban sin embargo una clara predisposición para la literatura (escribía versos a imitación de los sesudos poetas de la época y al parecer disponía de una formidable memoria). Al acabar sus estudios, y tras recibir las órdenes en 1773, marchó a Venecia contratado como preceptor por una familia aristocrática. Pero la existencia que se le presentaba no atrajo ni por un momento el interés de Da Ponte. Dedicado en la bulliciosa y cosmopolita Venecia a las pasiones amorosas y al juego, y atraído ya poderosamente por el teatro, que no tardó en trasplantar a su propia vida, empezó a crearse una fama de libertino que le perseguiría a Treviso, a cuyo seminario acudió para enseñar latín y retórica. Aquí, por si fuera poco, cuando se le encargó que expusiera el tema anual para la academia de la ciudad, tuvo la ocurrencia de proponer una tesis que derivaba de Rousseau (autor prohibido por aquel entonces) referida a las restricciones que la sociedad imponía a la libertad del individuo. El resultado previsible fue el de su expulsión de la enseñanza. Que los enemigos de Da Ponte poseían una mente inquisitorial, pero también que no eran lerdos, es algo que queda claro en las muy significativas reflexiones que hicieron en el proceso que se siguió contra él, en el que se afirmó que “poseía el raro talento de escribir bien, pero también el de pensar mal”, y que “prefería retornar a vivir en las selvas de América, donde no hubiera leyes inmutables y donde nadie tuviera la tierra bajo su propio dominio, y donde a todos les fuera dado un justo derecho y un justo poder”, reflexiones todas ellas que, con seguridad, debieron agradar al perturbador ex maestro de retórica.

Instalado de nuevo en Venecia, Da Ponte se puso esta vez al servicio como profesor particular de un aristócrata, Giorgio Pisani, personaje de ideas semejantes a las suyas y casi tan peligroso como él. De hecho, Pisani, que estaba enfrentado a toda la oligarquía veneciana, no tardó en ser arrestado, siendo Da Ponte desterrado acto seguido de Venecia “y de todas las otras ciudades, tierras y lugares del Serenissimo Dominio, terrestres o marítimos, en naves armadas o desarmadas, por quince años”. El proscrito Da Ponte huyó a Gorizia, territorio que pertenecía a Viena y donde también había encontrado refugio su íntimo amigo y compañero de francachelas venecianas Giacomo Casanova.

El famoso seductor tenía entonces casi cincuenta años (Da Ponte apenas veinticinco), y es de suponer que en esos años ya estaba dándole vueltas a su autobiografía, que escribiría en francés y en la que relataría, además de los consabidos enredos amorosos, su fuga de la prisión veneciana y sus vicisitudes como espía. Casanova aconsejó a su joven amigo, con el que se cartearía durante muchos años, que se alejara de Venecia, y Da Ponte, siguiendo su consejo, se trasladó a Dresde, recalando finalmente en Viena en 1781. De todas las reencarnaciones dapontianas iba a ser esta, la vienesa, la que le daría justa fama.

El teatro en Italia se había renovado considerablemente a lo largo del siglo, pero se trataba de una renovación que sólo últimamente había empezado a tener consecuencias en la ópera. En el momento en que Da Ponte llegó a Viena, y desde hacía medio siglo, el dueño de la ópera italiana, en lo que concierne a la parte literaria, era Pietro Metastasio. En su calidad de poeta de la corte imperial de Viena escribió gran cantidad de libretos, de los que muchos fueron puestos en música en repetidas ocasiones. Sólo una de sus obras, Artaserse, conoció hasta ciento siete versiones musicales. Por lo demás, la nómina de compositores que utilizaron sus libretos incluye a Vivaldi, Jommelli, Gluck, Hasse, Cimarosa y Mozart. Pero entretanto se habían ido abriendo camino en los escenarios de ópera las obras de Carlo Goldoni, que eran enormemente populares y que oponían al rigor formal y a la seriedad de los temas mitológicos de Metastasio un carácter decididamente cómico, a menudo mordaz, y unos temas extraídos de la vida cotidiana. Galluppi, Haydn, Paisiello y también Mozart pusieron música a textos goldonianos, y era ésta la tendencia predominante cuando Da Ponte se decidió a escribir sus propios libretos.

Da Ponte encontró en Viena un ambiente favorable a la ópera. Es sabido que el emperador José II era algo más que un aficionado a la música (tocaba la viola, el violoncello y el clavecín), además de ocuparse personalmente del teatro de la corte. En todo caso, la ópera italiana vivía en la capital del imperio un período particularmente brillante: Antonio Salieri era desde 1774 el maestro de capilla (en 1778 iba a recibir la invitación de inaugurar con una obra propia un nuevo teatro en Milán, la Scala), y Mozart, que ya tenía un nombre en la corte, estrenaría en 1782 una obra que no era propiamente una ópera italiana pero que tenía su origen en la ópera bufa y en la opéra-comique: Die Entführung aus dem Serail (El rapto en el serrallo). A esta obra, que “oscureció todo lo demás”, según Goethe, iba a suceder el año siguiente la que se cree que fue la primera colaboración entre Da Ponte y Mozart: Lo sposo deluso, ossia Le rivalità di tre donne per un solo amante.