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Número 64º - Mayo 2.005


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L’elixir - Villazón enloquece el Liceu

Por Ovidi Cobacho Closa, Historiador del arte (Catalunya).


Rolando Villazón

      ·        Obra:  L’elisir d’amore
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Autor: música de Gaetano Donizetti sobre libreto de Felice Romani.
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Intérpretes: María Bayo (Adina), Rolando Villazón (Nemorino), Jean-Luc Chaignaud (Belcore), Bruno Praticò (Doctor Dulcamara), Cristina Obregón (Giannetta), José Luis Pérez (Moretto); Orquestra Simfònica y Cor del Gran Teatre del Liceu.
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Dirección musical: Daniele Callegari
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Dirección de escena: Mario Gas
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Escenografía y vestuario: Marcelo Grande
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Iluminación: Quico Gutiérrez
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Producción: Gran Teatre del Liceu.
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Lugar y fecha: Gran Teatre del Liceu, 22- V-2005

La presente temporada, el coliseo del Gran Teatre del Liceu está ofreciendo un total de 20 funciones dedicadas al conocido título donizettiano L’elisir d’amore, donde se pueden contar hasta cinco repartos distintos, entre los meses de marzo a junio. Una apuesta de gran envergadura y que ha acabado saldándose, en la función del pasado domingo 22 de mayo, con un hito histórico para los anales del teatro. Sin duda la obra del compositor de Bérgamo ofrece los atractivos suficientes para seguir estando hoy entre las óperas de repertorio, especialmente por la sabia combinación entre momentos cómicos y líricos que contienen las páginas de su partitura, pero el motivo arrollador de su éxito vino de mano de sus intérpretes, concretamente del magistral Nemorino de Rolando Villazón.

Con poco más de treinta años, este joven tenor mexicano no podía haber tenido un mejor debut en el coliseo de Las Ramblas. Desde su primera cavatina “Quanto è bella, quanto è cara”, su intervención ya despertó el entusiasmo de un público que poco a poco se fue rindiendo a sus pies, ante el derroche extraordinario de facultades escénicas y canoras de su inspiradísimo Nemorino. A un timbre de gran belleza y una proyección depuradísima, se sumó un canto de gran nobleza, una lección magistral de fraseo (saboreando cada una de las palabras y entonaciones del texto) y toda un exhibición de recursos técnicos, en la regulación de intensidades y dinámicas, utilizados con gran criterio y elegancia. Todo ello unido a una brillante y ágil interpretación escénica, que acabó por crear una auténtica simbiosis entre gesto y canto. Y no pudo ser de otro modo: después del esperado momento de la “joya” lírica de la partitura, con Una furtiva lacrima de antología, el auditorio estalló y dio rienda suelta a su entusiasmo, forzando, después de varios minutos de ovaciones, un bis que llevaba más de una década sin producirse en este teatro.

El resto del reparto sumó sus esfuerzos y también acabó contagiándose de la lucida interpretación del tenor. Así, la Adina de Maria Bayo, después de un primer acto en el que no parecía acabar de cuajar plenamente su papel, terminó por resolver un segundo acto de brillante y delicada factura, haciendo gala de su bello instrumento en la emotiva aria del dúo del segundo acto: “Prendi, per me sei libero”. También el barítono Jean-Luc Chaignaud exhibió un canto poderoso que, a pesar de algunas irregularidades en el cambio de registros,  fue ganando contundencia a lo largo de la función. El avispado Dulcamara de Bruno Praticò supo imprimir elocuentemente los acentos bufos del personaje, con una mejor caracterización escénica que vocal, y acabó también ganándose al auditorio por completo cuando descendió a la platea, en plenos aplausos, a repartir elixir entre el público, entonando su Barcarola final y coreada por el resto del reparto. Brillantísima Cristina Obregón en todas sus intervenciones, especialmente deliciosa en la secreta confesión al coro de la herencia heredada por Nemorino del segundo acto. El coro rindió a un notable nivel, con destacada intervención de la sección femenina.

El movimiento escénico, a cargo de Mario Gas, fue ágil y eficaz, unido a una lograda escenografía, centrada en una plazoleta presidida por una farola, con claras reminiscencias del cine italiano de los cuarenta. La batuta de Daniele Callegari tuvo momentos demasiado empeñados en acentuar el contraste entre pasajes líricos y ligeros, rompiendo así la fluidez que propiamente supo imprimir Donizetti a la partitura, aunque su lectura estuvo atenta en el cuidado de los matices y al servicio de las voces. La orquesta funcionó mejor en el segundo acto que en el primero, con destacada intervención de la banda en la escena del banquete y del canto del fagot en Una furtiva lacrima. Pues fue precisamente a partir de este momento, después del bis de esta aria, cuando el genio del mexicano arrastró al resto de intérpretes a una culminante ejecución, como alentados por el mismo brebaje que trajo la fortuna al protagonista, por el prodigioso elixir del efecto Villazón.