Revista mensual de publicación en Internet
Número 59º - Diciembre 2.004


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SEVILLIAN WARS

CAPÍTULO III: CASTRO, CUCCIA, BOM Y OTROS CHICOS DEL MONTÓN

 Por Fernando López Vargas-Machuca.

 

Rogándoles a ustedes disculpas por haber demorado un mes el tercer capítulo de nuestra serie, una saga que empezó "galáctica" y que se va haciendo a poco "almodovaresca", pues no en vano algunas de las intrigas que se han ido cociendo a orillas del Guadalquivir no dejan en el fondo de ser más que una españolísima y esperpéntica farsa, ofrecemos en este número un resumen de las peripecias vividas a lo largo de su historia por el Teatro de la Maestranza, cuya polémica actualidad seguro que está bien presente para el lector medianamente informado. Su creación tuvo lugar, como lo fue la de la Sinfónica, al hilo del impulso que recibió Sevilla de cara a la celebración de la Expo'92, siendo inaugurado el 2 de mayo de 1991. Durante el desarrollo de la Exposición Universal albergó acontecimientos musicales de primerísima magnitud. Nunca olvidaremos los conciertos de Barenboim al frente de la Filarmónica de Berlín, los de Celibidache con Munich, los de Chailly con el Concertgebouw ni el War Requiem con Rostropovich y la Royal Philharmonic, aunque también estuvieran nombres tan lujosos como los de Abbado, Bychkov, Dutoit, Gergiev, Jansons, Jarvi, Levine, Maazel, Masur, Mehta o Muti. También resultó fenomenal la programación lírica, que incluyó visitas del Met, de la Scala, de la Ópera de Dresde (con su mítica Staatskapelle) y de la Ópera de Viena al completo. Todo ello concentrado en unos pocos meses en los que los melómanos vivimos -sufrimos- colas interminables de varios días para ver a nuestros ídolos. Pero una vez acabada la Expo.... ¡nada! Sencillamente se echó el candado.

Tras el no por esperado menos bochornoso cierre del teatro, evidencia palmaria de que nuestros políticos se preocupan mucho más de los resplandores tan fugaces como electoralmente rentables que de construir un futuro, el Maestranza estuvo meses criando telarañas hasta que a alguien se le ocurrió la idea invitar a la Sinfónica de Sevilla a ofrecer allí sus conciertos, aunque sin añadir nada más a la programación. Así hasta que en mayo de 1994 se nombró como director a quien ha permanecido hasta hace unos meses al frente de la institución: José Luis Castro. Director teatral de profesión, había desempeñado al frente del Teatro Lope de Vega una estimable labor que le convertía, en ese momento, en una digna opción frente a otros candidatos propuestos, entre ellos algunos críticos hoy famosos a nivel nacional. Se acertó: Castro logró elaborar una línea de programación más o menos sólida coherente a partir de un presupuesto de tan sólo trescientos millones de pesetas, gestionó con eficacia la cooperación con otros centros líricos y, sobre todo, supo lidiar a dos y tres bandas con las diferentes fuerzas políticas de las diversas instituciones que tenían poder en el Maestranza, amén de con la problemática Sinfónica de Sevilla, que se convertiría en la orquesta de las funciones de ópera.

Claro que el perfil de Castro evidenciaba también determinadas insuficiencias, sobre todo en lo que a su escaso conocimiento del mundillo de la música, y más concretamente de la lírica, se refiere. De ahí que siempre estuviera apoyado en la figura del director de producción, cuyo capacidad decisoria ha sido más fuerte de lo que muchos han podido suponer. Para ejercer dicho cargo se contó en primer lugar con Mercedes Guillamón, la que hoy es directora del Teatro Calderón de Valladolid, figura muy conocida por los cinéfilos pues -según cuenta un reciente libro sobre la denominada "movida madrileña"- fue precisamente ella, bajo el pseudónimo Eva Silva, quien encarnara al divertido personaje de Bom en la primera película de Pedro Almodóvar, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón. Pues bien, las gestiones de esta gerente empezaron a consolidar una programación basada en sólo tres títulos de ópera al año, pero incluyendo visitantes tan ilustres como Alfredo Kraus y producciones escénicas tan famosas como ya mítica Bohème de Zerifelli para la Scala y tan magníficas como la Salomé de Weigl. Claro que aún faltaba por crear una afición numerosa e incondicional, motivo por el que  Alfonso Aijón tuvo que tirar la toalla y abandonar tras muy pocos años su lujoso ciclo "Música de las Naciones", que había de completar junto con las temporadas de la Sinfónica la programación del teatro. Desde entonces, muy escasas orquestas y batutas de primera categoría han vuelto a pisar el Maestranza.

Cuando en 1997 Guillamón es reclamada desde Madrid, Castro ficha como nuevo director de producción a Giuseppe Cuccia, figura polémica donde las haya. Sus mayores defensores han sido los aficionados amantes de las buenas voces, pues en esto el siciliano era el número uno: gracias a su proverbial ojo clínico y a sus excelentes contactos empezamos a disfrutar de repartos muy homogéneos, desde los roles principales hasta el más insignificante de los comprimarios, incluyendo nombres de oro de la lírica internacional y más de una voz en alza luego cotizadísima: fue aquí donde debutó en España un jovencito llamado Juan Diego Flórez. Pero Cuccia también tenía sus cosillas. Por ejemplo, una evidente afición a colocar a diversos "amiguetes" en los elencos o en el foso de la Sinfónica, incluida la que hoy es su esposa, la soprano Patrizia Pace, lo que produjo no pocos comentarios en la prensa y entre los aficionados, sobre todo porque se arrinconaba en cierta medida -al menos en un primer momento- a las voces españolas, tanto jóvenes como maduras.

Pero sin duda lo más discutible de Cuccia era su extremado conservadurismo, y no sólo en lo que a la elección de los títulos se refiere, que también, sino a su concepción de la ópera como un "espectáculo con grandes voces", o mejor, "con voces grandes", antes que como un conjunto escénico y musical equilibrado. Algunos políticos -como la discutida Elena Angulo- intentaron corregir semejante tendencia, pero lo hicieron de manera muy equivocada, pues en lugar de preparar con antelación las líneas generales de la programación lo que hacían era desmontar lo ya preparado, con todo lo que ello supone; por ejemplo, decirle adiós a determinadas estrellas o recolocarlas en títulos o roles para los que no estaban pensadas. Por otra parte la programación de la pequeña sala Manuel García (en el sótano) completaba la de su hermana mayor con espectáculos más minoritarios, menos convencionales, aunque eso no lograba compensar el conservadurismo imperante en aquélla. En todo caso la programación terminaba siendo de gran calidad y, aun sin la presencia de grandes orquestas, el Maestranza iba consolidando un justificado prestigio internacional. Espectáculos como los Puritani con Devia y Álvarez, la Norma con Guleghina y Urmana, los Cuentos de Hoffmann con Bayo y Machado en producción de Giancarlo del Monaco, el Andrea Chénier del mismo con Armiliato y Casolla, la Elektra que despidió a Renata Scotto o los Diálogos de Carmelitas marcaron algunos de los hitos líricos de esta nueva etapa, aunque también hubiera algún que otro fiasco más o menos sonado, como la Traviata de Plácido Domingo & cía. o aquel Trovatore que parecía salido del túnel del tiempo.

Pero claro, todo ciclo llega a su fin y la etapa de José Luis Castro comenzaba poco a poco a dar muestras de un lógico cansancio. La huelga de la Sinfónica en octubre 2002 en el Otello de López Cobos, la marcha de Cuccia a su Palermo natal y la desafortunada sustitución de éste por el muy ausente Luigi Ferrari marcaban la necesidad de un cambio, no necesariamente del equipo humano, pero sí de orientación: Castro y su lugarteniente habían alcanzado el mayor nivel al que se podía aspirar con semejante rumbo (¡y semejante presupuesto!), pero estaba claro que un teatro de ópera "moderno" tenía que abrirse a nuevos horizontes, y no nos referimos sólo a la ya imperiosa necesidad de programar títulos operísticos menos conservadores y de abrirse a públicos más interesados en el fenómeno artístico que en lucir abrigos de visón. La cuestión es: ¿cómo realizar semejante cambio? Los nuevos políticos de turno, los discutidísimos Alberto Bandrés y Juan Carlos Marset, impusieron sus particulares criterios: no renovando al contrato a Castro -quien por cierto ya preparaba el retorno de Cuccia- y nombrando director artístico y musical, tanto del Maestranza como de la Sinfónica, al joven Pedro Halffter.

Continuará...