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Número 59º - Diciembre 2.004


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EL ABURRIMIENTO DE ONEGIN

Por Bardolfo.  

Sevilla, Teatro de la Maestranza. 11 de Diciembre de 2004.

Tchaikovsky: Eugenio Onegin. Solistas: Sergey Murzaev (Onegin), Joanna Kozlowska (Tatiana), Sergei Kunaev (Lenski), Anna Kiknadze (Olga), Valentin Pivovarov (Gremin), Irina Tchisjakova (Larina), Mabel Perelstein (Filipievna), Emilio Sánchez (Triquet), Fernando Latorre (Zaretski), Alberto Arrabal (Capitán). Coro de la A. A. Del Teatro de la Maestranza. Dirección del coro: Gerard Talbot y Sylvia Mtchkrian. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Dirección musical: Jacek Kaspszyk. Producción de la Ópera de Niza. Dirección de escena: Ruxandra Hagiù. Aforo: lleno.

        La función de Eugenio Onegin representada en Sevilla, con un curioso ratio 2,55:1 panorámico y presumiblemente anamórfico, ha puesto de manifiesto la actual realidad del Teatro de la Maestranza, convertido en el teatro provinciano con más aforo y mayor escenario de España. La agobiante escasez económica, plasmada en una programación anodina, cristalizó ayer en su inauguración en tres horas y veinticinco interminables minutos en los que este espectador acabó totalmente identificado con el aburrimiento que el protagonista de Pushkin manifiesta a lo largo de casi toda la obra. Atrás quedaban la idea inicial de José Luis Castro de traer al Marinski de San Petersburgo para la primera ópera rusa de la nueva etapa lírica sevillana; el interés de Luigi Ferrari, su casi siempre ausente productor, por ampliar un repertorio muy reducido en estilos; el protagonismo de Carlos Álvarez, repitiendo en el escenario idóneo su interesante visión del indolente Onegin que nos interpretara en el extinto Festival de Ópera al aire libre de hace unos años; el ofrecimiento a Ismael Jordi para que se hiciese con el lírico y hermoso rol de Lenski; la estilizada y sensible producción de Glynderbourne dirigida por Graham Vick, cuya caída del cartel, cuando ya estaba presentada la programación (¡y mira que tardan en darla a la luz!) no fue explicada en la rueda de prensa de hace unos días por Pedro Halffter, a la sazón director del teatro y la orquesta (como Baremboin); y, en fin, el anunciado debut de Cristina Gallardo-Domas como Tatiana, suspendido poco antes del inicio de los ensayos por motivos de salud y que ha dejado fuera a uno de los pocos nombres de calidad que aparecían en el programa. Todo un cúmulo de vicisitudes que nos han conducido a la velada de ayer.  

Musicalmente hay que destacar un hecho, y es que la interpretación ha gozado del más homogéneo conjunto sonoro de la historia del Maestranza: todo era mediocre. Hay que destacar, eso sí, a Sergei Kunaev como Lenski, con una labor que no era canto, ni canturreo, ni parlato, ni declamación, ni nada soportable por el oído humano, lo que es meritorio con una escritura vocal como la del vehemente poeta, muerto en un duelo que tardó demasiado en llegar. Durante toda la función notamos la ausencia de matización y sentimiento en la Tatiana de Joanna Kozlowska (corta de agudos y graves, pianissimos tremolantes), la monocorde y nada elegante visión de Sergey Murzaev como Onegin (voz torrencial e incontrolada), la torpeza bufonesca del Triquet de Emilio Sánchez (pobre legato, mala pronunciación francesa), y la simplemente correctas apariciones de la guapa Anna Kiknadze como Olga (escasa aunque bonita voz), la veterana Mabel Perelstein en la nodriza y la desconocida Irina Tchistjakova como Larina. Llegado el tercer acto, esperábamos que el hermoso canto al amor otoñal del príncipe Gremin nos resarciera de tanta banalidad sonora, pero el bajo Valentin Pivovarov diluyó nuestra ilusión con un cúmulo de desafinaciones.  

Desde el foso se potenció la inoperancia vocal, con una dirección preocupada de dar las notas y no de traducirlas a sentimientos: el de Jacek Kaspszyk fue un Tchaikovsky sin vida, sin la pasión romántica que pedían las hermosas melodías que ilustran los sentimientos encontrados de los personajes. La buena labor de la cuerda se vio una vez más ensombrecida por unos metales que en cada nueva interpretación suenan más y más destemplados. Admirable la prestación del coro, pese a la habitual falta de peso en las voces masculinas, con un idioma muy alejado del español y que prepararon a la vez que su intervención en la extinta Carmen con la que los genios de nuestro ayuntamiento contribuyeron al desmadre de este Onegin al cambiar su fecha inicial para dar paso a la cigarrera amplificada.

La parte escénica sonrojaba a cualquier espectador amante del teatro. Con unos decorados pequeñísimos, ampliados con mucha imaginación para simular un fondo del que carecían, nos mostraron en los dos primeros actos una especie de sauna finlandesa que decía ser la vivienda de Tatiana, aunque también permitía interpretarlos como una reutilización de alguna vieja producción de La fanciulla de West. Siguiendo en el estilo, pero con el ratio disminuido a 1,60:1, a la escena del duelo sólo le faltaba Charlot devorando botas viejas para ser un fotograma de La quimera del oro. Pero lo peor estaba por llegar: la suntuosa recepción de San Petersburgo en la primera escena del tercer acto y el palacio de los Gremin en el cuadro final resultaron ser el mismo, con la incongruencia que esto supone para la trama. Todo se redujo a una especie de habitación multiusos que era a la vez salón, biblioteca, salón de baile y sala de juego, decorada con la gama cromática más fea que imaginarse pueda y presidida por dos cuadros a cual más torcido. Sumen a esto un atrezzo escaso y un vestuario con todas las tonalidades del jabón Flota, salpicado por detalles como la deshabillé de Larina en el acto inicial, que luego exhibía ante sus invitados en la fiesta de cumpleaños de Tatiana, y tendrán idea del atentado visual perpetrado desde la Ópera de Niza.

         No hubo dirección escénica, ni definición de los personajes, resueltos todos con una actuación frontal y cuatro movimientos de compromiso. Por supuesto nada de ballet (¿dónde iban a bailar?), sino algunas parejas del coro simulando con mucha voluntad las danzas al fondo de la escena, e incluso luciendo joyas propias para otorgar algo de empaque a la deslavazada producción. La bien timbrada voz que nos saluda por megafonía a la llegada a la sala, por cierto necesitada ya de un nuevo tapizado en las butacas, nos pidió que no abandonásemos los asientos en los cambios de escena de los dos primeros actos: ¿acaso temía que, acosados por el aburrimiento de Onegin, decidiéramos clausurar la función antes de tiempo?