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Número 38º - Marzo 2.003


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LOS ESCRITORES Y LA MÚSICA:
HEINE (y III)

Por José Ramón Martín Largo. Lee su curriculum.


Heinrich Heine

 Los  breves viajes que en 1843 y 1844 Heine iba a hacer a Alemania le sirvieron para constatar la existencia de una agitación social que conduciría a la efímera revolución de marzo de 1848. Pero Heine, sobre el que pesaba una orden de detención del estado prusiano, a causa de una de sus colaboraciones en Deutsch-Französische Jahrbücher, la revista editada en París por Karl Marx y Arnold Ruge, ya no volvería a visitar Alemania, a pesar de que la tuviera presente en el resto de su obra, en especial en Deutschland. Ein Wintermärchen (Alemania. Un cuento de invierno), libro en el que recogió sus impresiones de esas últimas visitas a su país natal. En lo sucesivo, los temas de Heine serían, por una parte, un ahondamiento de su crítica radical de la política alemana, empleando para ello la sátira y, en algunos casos, el panfleto, y, por otra, una exaltación del amor sensual, como ya había hecho Goethe en sus últimos años.

Alemania, entretanto, mantenía una actitud ambivalente hacia el exiliado Heine, actitud que, dicho sea de paso, ha subsistido hasta no hace mucho: aunque se valoraban sus poemas románticos, que como hemos visto fueron puestos en música durante todo el siglo XIX, la totalidad de su obra polémica, filosófica, política, e incluso parte de su obra poética, fue continuamente ignorada y silenciada, y hasta prohibida en pleno siglo XX, durante los años del Tercer Reich. Todo esto puede aplicarse también a los tres intentos de ficción en prosa que fueron redactados por Heine entre 1833 y 1840, a pesar de que estos relatos contienen un episodio que, aún en vida de Heine, iba a ser de la mayor trascendencia en la evolución creativa de otro artista alemán.

Richard Wagner ya había compuesto Rienzi, que fue concebida para la Ópera de París y que contenía suficientes atractivos para el público francés: marchas, ballets, romanzas y un espectacular final, todo ello en el estilo de la grand-opéra. Sin embargo, París rechazó la obra, que debió esperar a 1843 para ser estrenada en Dresde. Unos años antes, en el verano de 1839, en la travesía desde Könisberg hasta Londres, el barco en el que viajaba Wagner se vio envuelto en una tormenta que dejó en el compositor una profunda impresión. Wagner conocía el relato que Heine había hecho de la leyenda del holandés errante en De las memorias del señor Schnabelewopski, y juzgó que el tema se prestaba para revivir el drama y el sentimiento de tragedia inminente que experimentó durante la tormenta. El propio Wagner escribió el libreto en París, en 1841, y compuso la música en poco más de seis semanas, en Meudon, al año siguiente. La ópera se estrenó en la Hofoper de Dresde en 1843 con un éxito que hoy pervive.

Die Fliegende Holländer (El holandés errante, o El buque fantasma) no es todavía una de las obras de madurez de su autor, pero sí supone una ruptura con respecto a la estética de la grand-opéra y un notable paso adelante en la búsqueda de lo que a la vuelta de unos años sería el sello inconfundible de la música wagneriana. Ya hay aquí una clara tendencia a la desaparición de ciertos artificios de la ópera francesa e italiana y a la construcción de un continuum dramático sustentado sobre un reducido número de leit-motive que, desde la obertura, prefiguran todo el desarrollo musical de la obra. Sin embargo, la resolución convencional de algunos pasajes revela el estado todavía balbuciente en el que se hallaba el nuevo lenguaje wagneriano.

El relato que, sin venir muy a cuento, inserta Heine en el capítulo siete de las memorias de Schnabelewopski, un poco a la manera de las digresiones que son frecuentes en sus Cuadros de viaje, se inspira en una leyenda que estaba muy extendida ya en el siglo XV entre las poblaciones marineras del norte de Europa, y que se inspiraba a su vez en la leyenda del judío errante y en el mito de Ulises. En la narración de Heine, el capitán del buque fantasma es un holandés que, en medio de una tormenta, juró doblar un cabo aunque tuviera que navegar hasta el Día del Juicio. El diablo le tomó la palabra, condenándole a navegar eternamente hasta que fuera rescatado por la fidelidad de una mujer. A fin de encontrar a la mujer redentora, el diablo permitió al holandés tocar puerto una sola vez cada siete años. En el momento en que se nos presenta la historia, hay que suponer que el holandés ya lleva siglos navegando sin descanso, y que en ese tiempo, cuando se le ha permitido descender a tierra, ha encontrado a muchas mujeres, ninguna de las cuales, sin embargo, ha logrado liberarle de su triste destino. De nuevo han vuelto a pasar siete años y el holandés hace amistad con un comerciante escocés al que vende diamantes y que, sugestionado por las riquezas del capitán fantasma, le ofrece su hija en matrimonio. La muchcha vive obsesionada por un retrato que representa al holandés errante: según la tradición, las mujeres de la familia deben guardarse del modelo, ya que el trato con él conduce a la muerte. Con el tiempo, esta prohibición ha despertado en la muchacha el deseo de ser ella quien libere de su maldición al holandés. Cuando éste aparece, preguntándole a la muchacha si le será fiel, ella, en efecto, responde: “Fiel hasta la muerte”. Más tarde, el hombre tratará de abandonar a la joven para evitar su sacrificio, pero ella se arroja al mar, con lo que cesa la maldición del holandés errante, hundiéndose su barco en los abismos del mar.

La ópera de Wagner es bastante fiel a la narración de Heine (aunque con una importante excepción), limitándose a poner nombre a cada uno de los personajes, no así al holandés, que, por ser un fantasma, carece de nombre: el comerciante escocés, transmutado por Wagner en noruego, es Daland; su hija, es Senta; y la nodriza de ésta, que le advierte del peligro de tratar con el holandés, es Mary. La excepción es la novedad de un personaje: Erik, el novio de Senta. Había dos razones para que Wagner introdujera a este personaje; una, de carácter dramático, ya que el amor de Erik acentúa el conflicto de Senta y hace que su decisión de entregarse al holandés sea más irracional; otra, de naturaleza exclusivamente musical, ya que en el esquema de Heine faltaba todo el aspecto lírico que correspondería a un tenor, como contrapunto a las voces oscuras de los otros personajes masculinos (de bajo en el caso de Daland y de bajo-barítono en el del holandés). Sin embargo, la inclusión de un tenor no deja de ser una concesión a los convencionalismos del género, y si es cierto que las páginas escritas por Wagner para Erik (los dos dúos con Senta y la cavatina) no desmerecen del resto de la obra, también lo es que precisamente esos pasajes permanecen anclados en una tradición de la que el autor se iría alejando progresivamente. Ante todo, El holandés errante viene a prefigurar el tema de la redención por medio del sacrificio, que sería recurrente en la obra futura de Wagner.

Pero El holandés no es la única ópera basada en un texto de Heine. Más tarde, la casi juvenil tragedia en un acto (la escribió con veinticinco años) William Ratcliff, una sangrienta historia romántica ambientada en Escocia, llena de duelos y locura, sería llevada a la ópera, sucesivamente, por Cesar Cui, Cornelis Dopper y Pietro Macagni.

Eran los últimos años de Heine, que pasaría seis inmovilizado en la cama, paralítico y casi ciego. Con la ayuda de un secretario, sin embargo, escribiría aún algunas obras, entre ellas su Romacero, en el que reunió poemas escritos entre 1846 y 1851, y que conoció gran éxito antes de ser prohibido y quemado públicamente en Prusia. Pero la obra del moderno y cosmopolita Heine tendría una larga vigencia que alcanzaría a influir decisivamente sobre gran número de autores (entre ellos Bertolt Brecht) del siglo XX. Por lo demás, sus escritos en prosa, tanto los ensayísticos como los de ficción, han sido rescatados recientemente en Alemania, donde aún perdura la fascinación por esas imágenes “más incorruptibles y brillantes que las perlas”, según palabras de Hofmannsthal, de la poesía de Heine. El último poema del Romancero, Enfant perdu, concluye con estos versos: “Un puesto queda vacante. Las heridas se abren. / Si uno ha caído, los otros siguen avanzando. / Pero yo caigo sin ser vencido, y no se han roto / mis armas. Sólo mi corazón queda partido.” Heine murió en 1856 y fue enterrado en Montmartre.

 

 

 


Nota: Imagen del cuadro de Heine (tercera imagen) ha sido obtenida de aquí.