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Número 23º - Diciembre 2.001


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MAGNÍFICO CHÉNIER
(PERO DE WOZZECK, NI RASTRO)

Por Fernando López Vargas-Machuca. Lee su curriculum. 

Sevilla, Teatro de la Maestranza. 3 de noviembre. U. Giordano: Andrea Chénier. F. Armiliato, G. Casolla, G. Sulvarán, M. Casas, V. Cortez, F. Bou, A. Ódena, A. Echevarría, R. de Andrés, A. Rodríguez, A. Puente, M. Moncloa, M. López Galindo, H. Monreal. Coro de la A. A. del Teatro de la Maestranza. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. R. Palumbo director musical. G. C. del Monaco, director escénico. Producción de la Ópera de Niza.

Antes de empezar a deshacernos en elogios, hemos de dejar una pregunta en el aire. O mejor varias. ¿Por qué se programa un título menor -aunque hermoso, qué duda cabe- como Andrea Chénier, en un teatro saturado de ópera italiana “de repertorio” en el que no hay cabida para el mundo barroco y aún está por escuchar la inmensa mayoría de las grandes creaciones del que ya es el siglo pasado? ¿Es esta la mejor manera de desarrollar los gustos musicales y de elevar el número de aficionados dispuestos a pagarse una entrada, ofrecer más de lo mismo? ¿Puede un teatro público permitirse el lujo de programar pensando primordialmente en la ocupación de las butacas? ¿Estará la programación del Maestranza a la altura de lo que debería ser un teatro moderno cuando en el 2004 el Real haya desarrollado la línea progresista de Emilio Sagi y abra sus puertas el prometedor Palau de Valencia?

Dejamos las respuestas en manos del lector y pasemos a lo inmediato: este Andrea Chénier, con sus altibajos, ha resultado extraordinario. Y ha sido así por partir de un planteamiento muy diferente al del mediocre Trovatore que abrió la temporada, a saber, darle importancia no tanto al lucimiento de determinados cantantes como al resultado global, y por ende conceder la relevancia que se merecen a las direcciones musical y escénica. Y eso a pesar de que nos encontramos ante una ópera de tenor -con cuatro arias, nada menos- y de que Giordano sacrificó hasta cierto punto el equilibrio dramático al despliegue de heroicidades por parte de las voces; de ahí quizá, precisamente, la relativa debilidad de su creación.

Ha sido una gran baza contar con Fabio Armiliato -que triunfa por igual en el Met, en el Covent Garden y en Viena- para el rol titular. El tenor genovés es joven y apuesto, lo que no deja de tener su importancia, pero ante todo cuenta con un instrumento apropiado para el personaje -esto no es muy frecuente- y lo maneja con seguridad, conocimiento estilístico y extraordinaria musicalidad. Aunque comenzó quizá en exceso prudente y algo problemático -Un dì all’azzurro spazio- desde el segundo acto superó con holgura los terribles escollos del papel y se mostró como un Cheniér no perfecto (¿lo ha habido alguna vez?), pero sí sensacional. Su triunfo, ante un público enfervorizado, fue rotundo.

Parecida acogida tuvo Giovanna Casolla en el papel de Maddalena, si bien no nos pareció tan admirable como su partenaire. Cuestión de gustos: reconozco que nunca me ha entusiasmado el abundante metal de su por otra parte poderosa y penetrante voz. Sea como fuere, cumplió durante los dos primeros actos (poco trascendentales para su personaje), hizo estupendamente La mamma morta y alcanzó altas cotas de intensidad dramática en el dúo final, quizá uno de los más acongojantes momentos operísticos que se han vivido en la aún corta trayectoria del Maestranza.

Cumplió sin más Genaro Sulvarán, uno de esos cantantes que impresionan por su instrumento pero que a la hora de plegarse a sutilezas dejan que desear. Discreta sin más la Bersi de Mireia Casas. Entre el amplísimo elenco de comprimarios, sólido y de buen nivel, hemos de destacar al joven y muy prometedor Felipe Bou en el papel de Roucher. Por lo que a la doble actuación de la veterana Viroica Cortez respecta, sobre el papel todo un lujo, dejó muy al descubierto su inevitable deterioro vocal encarnando a la Condesa, pero emocionó profundamente -es su punto fuerte, como el año pasado demostrara en La Médium- en el rol de la vieja Madelon. En su línea habitual el coro, flojo en el primer acto y bastante mejor en los restantes, por lo demás muy comprometedores. Todos ellos estuvieron bien conducidos por Fabio Armiliato, quien realizó una labor que hubiéramos calificado de estupenda si no fuera porque en diversas ocasiones cometió el error, ay, de tapar las voces.

Desconcertante, como poco, la dirección escénica. La original, arriesgada y personalísima propuesta de Gian Carlo del Monaco para Los cuentos de Hoffman de la anterior temporada resultó determinante a la hora de convertir aquellas funciones en lo mejor que se había visto en el Maestranza en el terreno operístico. Aquí las cosas no funcionaron tan extraordinariamente bien, quizá porque el en todos los sentidos fantástico título de Offenbach sí permite una dosis de creatividad que la más pedestre creación de Giordano no termina, por su naturaleza, de aceptar. El equilibrio entre lo “tradicional” y lo “moderno” no estuvo aquí siempre conseguido. Sea como fuere, la suya fue una más que notable labor, siempre inteligente, interesantísima por el tono reflexivo, siniestro y hasta asfixiante que inyectó al drama, contando con una iluminación sencillamente genial de Wolfgan Zoubek. ¡Qué belleza la del cuarto acto!

Un gran triunfo para el Maestranza, que sin duda ha retomado el mejor camino a la hora de plantear sus producciones operísticas. Quizá no tanto, como sugeríamos arriba, en lo que respecta a la elección de repertorio. Ha sido este un gran Chénier, pero hubiera sido a todas luces más fructífero para todos poder decir que ha sido un gran Wozzeck. Ya va siendo hora de que este personaje -y muchos otros: Julio César, Jenufa, El Gran Macabro- aparezca por aquí. Recordémoslo: dentro de dos años Sevilla ha de estar en cabeza... o en la cola. La elección hay que tomarla ya mismo.