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Número 60º - Enero 2.005


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DE CRÍTICA Y DE MÚSICA

Por Daniel López Fidalgo (Madrid, Grupo Scialoja-Branca).

  
Un auditorio vacío

                Acerca de la música entendida como espectáculo, uno más de la gran oferta existente en nuestras sociedades, conviene reflexionar tal vez sobre la idea que subyace a la representación en sí. Abundando en los apuntes que desde estas páginas Daniel Mateos subrayaba hace un par de meses, es necesario ubicar a la música en su papel y pergeñar la idea de lo que es y queremos que sea en este recién estrenado siglo.

                Es cierto que cada vez el espectáculo musical en sí mismo va adoleciendo del revestimiento que sí rodea a otras manifestaciones culturales que se perfeccionan frente al público. De modo que la música pasa a convertirse en una dualidad comercial que se bifurca entre la música oída, fundamentalmente en radio y discografía; y la que se ve y se oye, en reproducciones audiovisuales y en directo en los auditorios. La crítica, o mejor el espíritu crítico, para evitar la connotación peyorativa que ridículamente se adhiere al primer término, parece reducto de quienes ejercen profesionalmente la profesión de criticar, creando una especie de complejo de inferioridad al aficionado común que parece no querer invadir un espacio delimitado por los profesionales del sector. Y es que en nuestro país se percibe un cierto tufillo a clasismo en toda manifestación cultural, como espacio protegido para los que se autoimponen cierta aureola de sensibilidad para erigirse en guías de un pueblo perdido a la búsqueda de la tierra prometida. La crítica debe existir, maravillosos los ensayos de Oscar Wilde sobre su necesidad, pero quizás no deba ser patrimonio de quienes la ejerzan como modo de ganarse el pan, que de muchas formas puede hacerse.

                Resulta ridículo, y eso es opinión personal como todo lo que se firma, leer y oír críticas musicales vertidas por gentes ajenas a la música que carecen de los más mínimos conocimientos. No hace falta ser un experto en nada para opinar de lo que a uno le gusta o no, pero sí son éticamente exigibles los conocimientos previos para vivir de ello. Aderezar la crítica musical con alambicados adjetivos, y frases ininteligibles forma parte de ese clasismo estúpido de quien se cree elevado por atesorar unos cuantos discos de no sé qué colección que casi regalan con no sé qué periódico. La música no nace para una clase social, la música es el entretenimiento de todos. Quizás fuera muy conveniente restarle solemnidad a lo que es un divertimento a veces pensado para los arrabales de Viena, como La Flauta Mágica; a veces para alegrar el ambiente de las tabernas, como las canciones de Purcell; a veces para amenizar la entrada de un asado.

               Ese clasismo escrito, que no tiene nada que ver con clase alguna, está privando al espectador de su verdadera potestad, de la verdadera crítica que debe ser la que se ejerza en auditorios y salas. Es prácticamente imposible oír abucheos, desaprobaciones, o reproches. ¿Toda composición que oímos es buena? ¿ Toda ejecución es impecable? ¿Todo programa mal planteado o toda dilación en la preparación de  un escenario es permisible? No llamo al vandalismo, todo acto de creación es en sí respetable, y todo intérprete merece el respeto de su interpretación, pero en la música viene echándose de menos cierta crítica verdadera que sí existe en otras manifestaciones artísticas. Se echa de menos tal vez una orteguiana rebelión de masas para evitar la cosificación que supone ceder el terreno por parte de quines pagan en favor de quienes cobran