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Número 76º - Mayo 2.006


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LA TENACIDAD DE BRAHMS

Por Daniel Alejandro Gómez. (Residente en Gijón, España)

         Johannes Brahms, en medio de los avances o las premoniciones atonalistas, de la realidad palmaria del impresionismo debussyano, o de la indagación semántica del wagnerianismo y los programáticos, se mantuvo fiel al romanticismo, aunque teñido de una especie de arqueología clásica, y a la pureza musical y absoluta, prominentemente averbal, hasta fines del siglo XIX. El origen, el contexto y las formas e ideas estéticas de dicha tenacidad, de dicha fidelidad ideológica en el arte, serán el eje de este breve ensayo.

         Para contextuar, al menos estéticamente, el hecho del sólido romanticismo clásico brahmsiano, hemos de decir que los fines del siglo XIX, en la vejez del maestro de Hamburgo, ante las asperezas feístas y turbadoramente sociales y ante las querencias, en fin, políticas y sociales del naturalismo o el realismo, y ello como una subsidiariedad estética del avance técnico-científico que hurgaba incluso en las artes, la cultura se decantó, en parte, hacia un regreso a la espiritualidad romántica; todo un neoromanticismo, pues, estaba en boga en el romántico crepúsculo de Johannes Brahms.

Sin embargo, entre este neoromanticismo ya se asomaba la transformación, reformación o deformación de las formas y las ideas artísticas en las vanguardias, que estallarían a principios del siglo XX, y respecto a las cuales, hablando ahora estrictamente de música, el legado artístico y la biografía de Brahms no aportan, con toda la voluntad del ilustre músico alemán, ningún tipo de raíz, ninguna clase de genética inspiradora.

         Y claro que Johannes Brahms, en el campo de la música, más allá de los posromanticismos o transromanticismos, no fue tampoco ningún neorromántico; antes que una revivencia, lo suyo fue una vivencia, una línea continua que venía desde las épocas del último Beethoven y todo Schubert, y que llegó hasta el siglo XX. La música, en su etapa más asentada, más popular y divulgada, más emblemática en fin, es decir, en el romanticismo, y más allá, por ejemplo, de la ilustre prodigalidad y prodigiosidad del clasicismo mozartiano, fue ajena a los tejemanejes y vaivenes revivenciales y neorománticos del resto de las poéticas artísticas de fines del siglo decimonónico; vacilaciones, en general, del orden de una ensoñadora evocación historicista, como lo neogótico y el ya dicho neoromanticismo.

El romanticismo de Johannes Brahms, en efecto, no necesitó de ninguna retrogradación nostálgica o añorante; el romanticismo musical, en general, fue perdurable, sin mucha perturbación de esencia, sin revisión, por lo tanto, decadente y de regreso a un pasado, durante todo el siglo XIX musical.

 Inocente, en fin, de filosofías y teorías más o menos de una nostalgia esotérica, como lo goticista, la música pervivió en su tenacidad romántica, siempre, claro, en la inevitable, conciente o no, confluencia y recíproca influencia que se daba con otras prácticas y doctrinas musicales. Y Johannes Brahms fue, acaso, el principal abogado de esta perduración, y su música, que en el orden de sublimación semántica, de significado sugerido, carece de toda deliberación sofisticada, como veremos, deja la libertad poética, si hay poesía, en las aptitudes y querencias receptoras del oyente, del consumidor del texto musical.

         Brahms, en efecto, ante los verbalismos y la poesía de programa, y extramusicalidad en general, ante la revolución totalista wagneriana, y ante el debussysmo y los vanguardismos que acezaban ya hacia el siglo XX, se mantuvo fiel a su intuición del intelecto musical, a su planteamiento creativo. Mientras Liszt y Wagner exploraban las formas canónicas de la música, mientras inquirían el, digamos, fijismo romántico, Brahms era tozudo, o acaso fiel, según los gustos, a esa época romántica plenamente decimonónica, ante la cual, en un ejemplo bien sólido de una mutación de la ideación artística y musical, los vientos atonales preveintentistas ya estaban alentando en la nuca de las tradiciones musicales. Y su fidelidad se refería, lo dicen los manuales de historia musical y acaso la misma historia de la música, a la absolutidad de la música, a su pureza ajena a toda filiación verborrágica subrepticia, a la voluntaria carencia básica y esencial, por la que en cambio no optó Wagner en cierto sentido, de todo rupturismo o progreso cromático schoenberguiano.

         En efecto, en aquella Viena, la crepuscular y culturalmente ferviente capital habsúrguica que acogía al joven Schoenberg, vio la decrepitud biológica de Brahms, pero también, en cambio, su docta templanza artística, su serenidad de estética, la mustia y senil belleza de su credo. En amistad, por ejemplo, con otro adalid de las filias románticas, Strauss- admirativa amistad por demás, de tal forma que el de Hamburgo envidiaba los célebres Vals-, Brahms formaba parte de esa pequeña elite romántica vienesa plena y clásica, en cuanto al pensamiento, expresado o no, de que lo que vendría después sería solamente una decadencia; una ruptura, acaso, retrogresiva, involutiva…

La forma en cómo se sostenía el viejo maestro de Hamburgo, ante la inquieta juventud de la progresía o transformismo o rupturismo musical, será algo interesante para indagar en su perduración, tanto de su música como de la música romántica en general, durante el finisecularismo decimonónico.

         La psicología de Brahms podría ser un hecho importante al respecto. El romanticismo más tradicional, siempre más cerca del público, sea culto con total certitud, sea, sobre todo, más o menos entendido y no carente de una esencial sapiencia y destreza auditiva, aprovechaba esta amistad del pueblo melómano ante las algo distantes elucubraciones y sofisterías o sofisticaciones innovatorias, como el wagnerianismo, el impresionismo y la futura atonalidad. Brahms, al respecto, se había criado, y había criado en esencia a su cultura, su creatividad y su práctica musical, en los ambientes portuarios de su Hamburgo natal, en una bohemia adoctrinadora que no se puede olvidar en su arte, siendo uno de los pocos de los llamados músicos cultos cuya paideia se llevó a cabo, en cierto sentido, en la calle, y bajo la bastante informal tutela de un padre músico.

         Dicho fondo popular, que es afecto, en cuanto a su minusvaloración de todo exceso intelectual, a la tradición y canon romántico, pudo ser una de las razones de la tenacidad, o tozudez, según se mire, en lo referente a la absolutidad romántica, y teñida de un gusto clásico, del Brahms de fines del siglo Diecinueve. De su total renuencia, en suma, asentida acaso en la acertada y rica estética de sus creaciones, a, por ejemplo, cualquier hurgamiento y exploración de verbalización sutil en la música; la antítesis a la introducción, pues, de una poesía, de una lírica, de una lengua de programa en el orden sugerido… Brahms, para sugerir, para conmover, prefería directamente la música instrumental aintencional; sin entrar en la intención, pues, en la intentio operis verbal, digamos, de los programas, o tampoco en la palmaria y netamente tangible literaturidad wagneriana.

         En efecto, el pensamiento musical brahmsiano no tenía ninguna tendencia sugerente: si Brahms hablaba, si Brahms hacía poesía en sus instrumentos, era algo netamente inconcientizado; era la voluntad del oyente, la intención receptiva ante la límpidamente, digamos, tradicional deliberación creativa de Johannes Brahms, la que podía escuchar esas innovaciones, pero la poiética del hamburgués rehuía, como dijimos, cualquier apuesta conciente de erudición transgresora, cavilosa. Esquivaba, en efecto, cualquier guiño a las urgencias innovadoras, progresistas o rupturistas de la música de entonces, o, al menos de la intelectualidad melómana, del énfasis músico-literario altamente intelectualizado de su época.

         En Brahms, y en sus aspectos trascendentes, no tangibles y de espíritu instrumental, la poesía, la literatura, o la extramusicalidad en suma, no posee una tendenciosidad fable, aunque claro que todo ese orbe verbal y lírico puede ser escuchado en el haz de su música. En los programas, la poesía habla, está para ser escuchada subliminalmente. Wagner, en cambio, apostaba en general por el verbo palpable y bien asible por los sentimientos, y no por una operación de desvelo intelectual como los indicios programáticos. La operística revolucionaria de la Obra de Arte Total wagneriana, sin embargo, también, y con sus polémicos planteos ensayísticos incluidos, pasó impertérrita ante la fe romántico- clásica de Johannes Brahms.

Y el impresionismo, con sus innovaciones ideativas y formales, y la cercanía del quiebre en los cromatismos y armonicismos, en el que ya latía el siglo XX y su atonalidad, carecieron de un influjo conciente y, sobre todo, audible en Brahms.

 Sin embargo, aunque Brahms no empuña la lira de programa, no por ello deja de ser lírico, si así el oyente quiere oír. Su obra, ante cualquier sobreabundancia de intelecto creativo teórico, apuesta por una creatividad auditiva: el oyente debe sugestionarse y no ser sugestionado. Los programas sugeridores apuntan, guían extramusicalmente al oyente. El libre albedrío poético, en cambio, de los oídos consagrados a la música del hamburgués, es una coherencia juvenil de Brahms, de su postschubertismo romántico, aunque encajado en una época de movimientos doctrinarios en la música.

          En su juventud, en efecto, tuvo una intensa relación con el asaz romántico Robert Schumann y su esposa, Clara Wieck; intensidad, la última, que traspasaba el clima afectivo para trasladarse al romántico, en el sentido amoroso, en la casta sutileza de un Eros platónico. Siempre afectado, sin embargo, por la muerte de su mórbido mentor, Brahms continuó con la versión prominentemente averbal, canónica, del romanticismo de mediados de siglo, de la herencia tradicional y del postschubertismo inefable, entendido en su línea pura y absoluta.

         Así, el músico romántico y clasicista, en esa Viena tan poco afecta a los culturalismos teóricos musicales, a la inventiva intelectual, y bien apegada a las tradiciones y probado gusto, en su, por otra parte y dicho en un buen sentido, frivolidad antivanguardista, y pese a Schoenberg, en fin, y su futura Segunda Escuela vienesa, fue apta para el encastillamiento brahmsiano. Allí, los Strauss y el maestro de Hamburgo pudieron abstraerse de los avances o rupturas, de las querencias literarias y filias extramusicales, que intentaban enriquecer el mundo melómano, tanto en su episteme, en su labor intelectual, como en la praxis compositiva.

         Así, mientras el neoromanticismo, especialmente el literario, se abocaba a difusas pero intensas teorizaciones, el perdurable y perdurado romanticismo musical, y su abogado Brahms, fluía con sencillez, espontáneo, en aquella Viena que pedía música bien audible; sin esas, por ejemplo, ciertas complicaciones de la virtud mozartiana del pasado, cuyo aplauso más querible hubo de ser buscado, y obtenido, en Praga… Viena prefiere, en suma, la inteligibilidad; y la capital imperial, en un fin de siglo, en un bellaepoquismo de las consumaciones novedosas que ya venían de, digamos, la lingüística wagneriana de mediados de siglo- siendo, ésta última, a nivel tanto de ensayo como en la composición, difícil, como todo lo nuevo, de depurar y revelar por los sentidos y los intelectos vieneses-, optaba por quedarse, en fin, con los conocimientos y culturas románticas. Los Vals de la gen Strauss se mezclaban, en los finales del viejo maestro, con la absolutidad brahmsiana, en su dialéctica con la música de programa y la intención extramusical de la música de entonces, al mismo tiempo que difería claramente de las previsiones que se veían en los vaivenes cromáticos, en los anuncios del quiebre o reforma tonal.

         Y Brahms, en fin, ante la voluntad intelectual de los compositores, hizo persistir al romanticismo en los oídos, no solamente de los vieneses, sino también del público medianamente conocedor de la música llamada culta.

         Por lo tanto, es menester asentar algo sobre la eficacia o bondad del propósito del maestro de Hamburgo.

Y en ello hay una doble visión de la fidelidad romántica, empapada de clasicismo, de Brahms. Mientras que los compositores, desde los inicios del siglo XX, apuestan por lo posromántico, incluso por lo antiromántico y antitradicional en general, mientras la vanguardia pretendía hacer de la ruptura un progreso, cuando no una ruptura indiferente a las evoluciones o involuciones de la estética ortodoxa musical, el recuerdo de lo romántico se ve restituido en la, valga la paradoja, culta popularidad de la absolutidad romántica. Brahms, por lo tanto, fue ineficaz ante el, muchas veces, poco legible porvenir compositivo, y ante los compositores que apuestan por sus innovaciones ya seculares; si bien son éstas persistentes todavía en el ideario práctico contemporáneo- y sumamente impopular- de la música…

         Mientras tanto, por otra parte y respecto a la culta popularidad de la que hablábamos, en los grandes templos melómanos, la música romántica y su último adalid, nuestro Johannes Brahms, se sigue escuchando con devoción. Es de destacar que los programas, y, sobre todo, amén de las polémicas suscitadas en contextos tanto musicales como afrentosamente extramusicales, también Wagner, todo el romanticismo más transgresivo en suma- pasando, claro, por tradiciones ineludibles del anteromanticismo, como Bach o Mozart, y luego ingresando ya hacia Beethoven y Schubert-, es un corpus que sigue fijo en el repertorio, y en el aplauso entendido. Pero, entre dicho romanticismo algo heterodoxo y el resto de la más virtuosa celebridad musical, se halla, claro, el más fiel, el último gran maestro de la tradición; y, sobre todo, acaso, el más querible y audible, sobrepasando, en su afectiva habilidad popular, a Wagner y los programas: Johannes Brahms, el hamburgués que refugiaba su canonismo en la muy romántica Viena.

         Y así, mientras los pentagramas contemporáneos suelen rechazar la fe de Brahms, el oído sigue siéndole fiel a esa tozudez, a esa tenacidad. En suma, a esa fe y credulidad romántica.