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Número 66º - Julio 2.005


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La Novena Sinfonía de Beethoven según Wilhelm Furtwängler

Por Pablo Ransanz Martínez. Estudiante de la Univ. Autónoma de Madrid. 

  

Wilhelm Furtwängler (Berlín, Alemania, 25 de Enero de 1886 – Schloss Eberstein, cerca de Baden-Baden, id., 30 de Noviembre de 1954) está considerado por gran parte de la comunidad musical como el mejor director de orquesta de la primera mitad del siglo XX. Hijo del también célebre arqueólogo Adolf Furtwängler, el pequeño Wilhelm pasó su infancia en Múnich y Wiesee. Sus nombres de pila fueron Gustav Heinrich Ernst Martin Wilhelm. No tenía aún 10 años cuando ya apuntaban en él las extraordinarias dotes que le harían destacar espectacularmente en el campo de la interpretación musical. Su primera ambición fue convertirse en compositor y, a los 19 años, consiguió estrenar un “Te Deum” muy bien recibido. A la edad precoz de 20 años era considerado como una de las primeras batutas germanas. Había estudiado teoría y composición en la capital bávara con Rheinberger y Max von Schillings, y piano con Conrado Asorge. Ese año de 1904 obtuvo los nombramientos de maestro de estudios en Breslau, y Kapellmeister en Zurich.

Comenzó a dirigir en la Ópera de Estrasburgo y poco después también en la de Lübeck. Precisamente en Lübeck, Furtwängler dirigiría por primera vez la novena sinfonía de Beethoven el 23 de Abril de 1913; interpretación que fue recibida por los siguientes comentarios en el rotativo local “Lübeckischer Anzeiger”: “La personalidad musical de Furtwängler es mucho más exacerbada y apasionada para dar la forma a la novena tal y como originariamente fue concebida. Esto queda inmediatamente de manifiesto en el primer movimiento, cuando Furtwängler hace resaltar lo elevado y lo solitario con una profundidad y un sentido plástico que son reflejo de la extraordinaria importancia de este director. Entre los inolvidables momentos de su interpretación, destaca quizás más notoriamente la emergencia del colosal “tema del Destino” desde el fogoso ambiente musical de fondo de los primeros 54 compases. También en el segundo movimiento, Furtwängler nos sorprende con una visión diferente y, si uno reflexiona sobre ello, la que es únicamente correcta; de hecho, en el apasionado y visionario clima del scherzo y en su macabro humor, Furtwängler en todo momento quiere expresar el espíritu básico del primer movimiento, para anunciar incluso más fervientemente la afirmación de la Vida al final del Adagio y el himno dionisíaco del Finale. Lo que Furtwängler quiere decirnos con estos dos primeros movimientos, incluso desde un nivel puramente acústico, es uno de los acontecimientos más importantes de la dedicación de sus dos años con los conciertos sinfónicos.”

En 1915, Artur Bodanski abandona el Teatro Nacional de Mannheim para dirigirse a los EEUU, y el joven maestro berlinés fue elegido para sucederle. El eco de sus triunfos llegó pronto a Viena, cuya prestigiosa Tönklinsterverein le contrató para dirigir una serie de conciertos, iniciando así la que sería una larga y musicalmente fructífera asociación con la que, de hecho, era la metrópoli musical del continente europeo. Poco después, Furtwängler recogía asimismo la sucesión de Richard Strauss en los Opernhauskonzerte (Berlín). En 1922 sustituiría al legendario Nikish tanto en la dirección de la Filarmónica de Berlín como a la cabeza de la ilustre asociación de conciertos de la Gewandhaus (Leizpig), reorganizada 85 años antes por Felix Mendelssohn.

Entretanto, seguía actuando con frecuencia en Viena, donde tardaría muy poco en suceder en el podio a Weingartner como director titular de la Filarmónica de Viena.

Durante los festivales de 1936 y 1937 asumió la dirección general de los espectáculos wagnerianos de la Festspielhaus de Bayreuth. Finalizada la Segunda Guerra Mundial y radicado en Suiza, reanudó con éxito su actuación internacional tras superar un arduo y controvertido proceso de “desnacificación” comenzado en Abril de 1945 por su supuesta colaboración con el régimen del III Reich; acusación de la que quedó absuelto en 1947. Músicos judíos de la talla de Yehudi Menuhin le defendieron a ultranza y realizaron extraordinarias colaboraciones musicales con él. Otros colegas suyos, como Arturo Toscanini, no dudaron en descargar su ira contra Furtwängler por haber permanecido en Alemania durante los años de dominación nazi.  

En 1954, tras la histórica interpretación al frente de la Philharmonia Orchestra de la novena Sinfonía de Beethoven del Festival de Lucerna del 22 de Agosto de aquel mismo año, y a renglón seguido del Festival de Salzburgo, contrajo una neumonía de la que no llegaría a reponerse.

Aquella tarde del 22 de Agosto de 1954, Furtwängler dirigió en Lucerna por nonagésimo sexta y última vez la Novena Sinfonía de Beethoven. Por la mañana, había sido entrevistado por la radio suiza (Suisse-Romande) en relación a la obra beethoveniana. El entrevistador preguntó a Furtwängler qué significaba para él la novena sinfonía, después de tantos años de estudio e interpretaciones.  

Su respuesta sigue siendo hoy en día una reveladora síntesis de su pensamiento más profundo e íntimo: 

“La novena sinfonía es seguramente el final y la coronación de todas las sinfonías de Beethoven. Pero en contra de la creencia de Wagner, no es el fin del sinfonismo, como el desarrollo ulterior de la forma sinfonía demostrara. La novena sinfonía pertenece a las grandes obras del periodo final beethoveniano, junto con la Missa Solemnis, las últimas sonatas o los últimos cuartetos. 

Beethoven nunca intentó escribir una obra popular, era una personalidad demasiado erudita para eso. De hecho... ¿Quién hay más individualista que Beethoven? Pero conocía la importancia que la comunidad de las gentes tiene incluso para una persona aislada, y para liberarse de ese aislamiento se volvió hacia la gran fraternidad humana. Este es el verdadero contenido de su visión de la vida, la actitud de todas sus composiciones, y por eso le honramos como un Santo. 

Como cualquier análisis preciso puede enseñar, la novena es sobre todo música pura. La así llamada “Fantasía Coral” es sin duda una especie de estudio introductorio a la novena sinfonía, pero hemos de asumir que cuando componía dicha fantasía coral, Beethoven no podía prever que escribiría una obra como la Novena.

Según mi criterio, la inspiración es igual de elevada en los cuatro movimientos. En cualquier caso, la popular melodía del Finale no rebaja tal nivel. 

Por lo que sé, en vida de Beethoven la obra sólo se tocó una vez. Sólo posteriormente hemos podido mensurar los problemas que esta obra, totalmente nueva, suscitaba a los intérpretes. Fue la interpretación de Richard Wagner lo que marcó el éxito duradero de la obra. De otra parte, hay que tener en cuenta que la tradición sólo tiene sentido si está viva y presente. Almacenar y congelar obras como la novena sinfonía de Beethoven es imposible. Como todas las obras de arte vivas, esta pieza sólo morirá cuando las gentes, la comunidad humana para la que nació, dejen de existir. Cualquier obra musical concebida a la medida de Europa, sólo será duradera mientras Europa lo sea.” 

En Octubre de 1934, la musicóloga alemana Johanna Thoms-Paetow escribió de manera muy “profética”: “A través de la Música, Furtwängler nos conduce hacia la afirmación de la Vida, a pesar de su dudosidad y su dolor, en las profundidades del espíritu humano. Llegado ese momento, experimentamos las más tiernas vibraciones así como todos los propósitos de las gigantescas fuerzas en nuestro interior, y así todos nosotros tomamos parte en el milagro del Espíritu creativo humano que se revela en toda obra musical. A través de la Música él nos conduce desde el caos universal hacia la luz, desde la agitación, la inquietud y el ruido hacia la paz y la calma. Furtwängler es música en sí mismo, mientras por la sola fortaleza de sus gestos crea un ritmo que es como la verdadera pulsación del corazón humano, y con él nosotros somos los testigos privilegiados de la Música como expresión del misterio : Dios, la Vida, el Universo, el Hombre...”

Baste decir que Furtwängler, a través de su carrera, fue un romántico convencido, aunque la exageración de sus creencias pudiesen conducirle más lejos. Dirigiendo la novena sinfonía de Ludwig van Beethoven llevaba a cabo un rito sagrado y nos dio una clara ilustración de las teorías de Schopenhauer : “La música es el único arte que crea un vínculo directo con la esencia del mundo, y es esta esencia lo que llega a ser existencia”.

Nueve grabaciones de esta obra durante la vida de Furtwängler le han sobrevivido, desde la de peor calidad acústica (Bayreuth, 1954) a la mejor (Lucerna, 1954) Tres de estas grabaciones sobresalen del resto: Berlín’42, Bayreuth’51 y Lucerna’54. La versión berlinesa es altamente dramática y llena de contrastes paroxísticos, coincidiendo con la tragedia de la guerra. Esta obra culmina en el compás 330 con el finale, cuando un triple forte (fff) resuena lleno de amenaza y peligro, como un canon.

El musicólogo Harry Halbreich comentó esta interpretación en 1970: “En sus interpretaciones, Furtwängler siempre hizo hincapié en la abismal separación que existe entre la Novena y el resto de las ocho sinfonías beethovenianas anteriores. No vaciló en proyectarla hacia el futuro de la historia de la música. Y ese futuro es Bruckner (novena sinfonía) en el primer caso, Mahler (tercera y cuarta sinfonías) en el segundo (...) El punto culminante del primer movimiento es la titánica reentrada del primer tema sobre un pedal tónico que introduce la recapitulación (compás 301). Furtwängler siempre utilizó dos percusionistas para este pasaje, uno sosteniendo el implacable papel climático del fortissimo, y el otro marcando los furiosos acentos triple-forte (fff) al límite de la energía nerviosa (compases 301, 305, 309, 311, 327). Ningún otro intérprete jamás se le ha acercado en la evocación de esta terrorífica liberación de fuerzas cósmicas. ¿Y no es el propio Adagio, con toda su amplitud sobrehumana, la cima más alta que Furtwängler jamás alcanzó - tras la Marcha Fúnebre de la Heroica? Y en el horizonte uno nota, imperceptiblemente, el finale que verá su culminación en el colosal fortissimo del compás 330, seguido de una pausa extensa donde “una divina visión en la cual Beethoven, como es propio de un intérprete de su condición, iguala la estatura y el poder del Miguel Ángel de la Capilla Sixtina.”

Recordando este final, Furtwängler declaró: “Lo que le instó a Beethoven en la Novena a introducir un texto, a usar la voz humana, no fue más que una urgencia nacida de los movimientos precedentes, y fue el tema de su último movimiento lo que inspiró todo lo demás - el texto, la voz humana, la forma cíclica -. Raramente hay algún otro ejemplo en la historia de la música que demuestre tan claramente las posibilidades de la música puramente abstracta. La virtud de Beethoven no reside en la idea como tal, sino en su poder para transformar esa idea tan completamente en música.”

El legendario concierto que fue grabado en 1951, durante la reapertura del Festival de Bayreuth, fue conocido desde el principio por la unánime alabanza de la nobleza y magia de una personalidad cuya intensa radiación rinde sublimemente los mejores momentos de la partitura. Es una interpretación totalmente nueva, casi revolucionaria, donde la violencia llega a ser menos dramática y el dinamismo mueve todo lo demás. El primer movimiento nos impresiona y abruma, el scherzo nos infunde ganas de vivir, el adagio y su hechizante lirismo nos conduce al éxtasis mientras el finale, casi paroxístico en su exaltación, nos conduce al llanto.

El concierto de Lucerna es más cíclico que el anterior; puede ser considerado como el legado musical de Furtwängler, su canto del cisne... De hecho, iba a morir tres meses después. Esta interpretación nos muestra el tercer modo de ser de Furtwängler. Gracias a la excelente calidad sonora, cada detalle de la partitura es claramente audible; la Philharmonia Orchesta se superó a sí misma.

Furtwängler resumió su creencia artística en unas pocas palabras: “Una vez que el rubato haya sido calculado científicamente, éste deja de ser cierto: el ejercicio de la Música no es lo mismo mientras ésta se esfuerce por conseguir logros. Intentar es lo que cuenta. Por ejemplo, tome las esculturas de Miguel Ángel: algunas son perfectas, de otras no quedan más que piezas. Y aún así, las últimas son para mí las primeras que más me afectan, ya que en ellas siento el sello del deseo, el progreso de un sueño. Eso es lo que despierta mi pasión: fijar sin dejar cuajar, jugar en su momento oportuno, concebir una pieza musical en toda su superior coherencia; en otras palabras, dar a los movimientos del alma un nuevo balance arquitectónico. Una vez dije que Bach y Beethoven eran como el roble y el león. El primero es épico, el segundo es trágico. En las obras del primero percibo la imagen del mar, en las del segundo la imagen de un río.”

 

BIBLIOGRAFÍA:

* B. GAVOTY. “LOS GRANDES INTÉRPRETES, WILHELM FURTWÄNGLER.” GINEBRA, 1955. 

* C. RIESS, “WILHELM FURTWÄNGLER”. LONDRES, 1955.