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Número 80º - Enero 2.007


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LA PRODIGIOSA TÉCNICA DE ABBADO 

Sevilla, Teatro de la Maestranza. Festival "Sevilla entre culturas". 2 de enero de 2007. Schumann: Concierto para violonchelo. Tchaikovsky: Cuarta Sinfonía.  Natalia Gutman, violonchelo. Orquesta Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar. Claudio Abbado, director. 

Por Fernando López Vargas-Machuca.

 

Paradojas: después de catorce años (estuvo en el 92 con la Filarmónica de Viena: asépticas y relamidas Sinfonía Militar y Primera de Mahler) volvía Claudio Abbado a Sevilla con el objeto de promocionar a Gustavo Dudamel, pero a tenor del resultado de sus respectivos conciertos lo que logró fue poner de manifiesto las insuficiencias del joven director venezolano. Y es que al milanés la Orquesta Sinfónica de la Juventud Venezolana Simón Bolívar le sonó muchísimo mejor, mucho más empastada -excepción hecha de los problemáticos trombones- y equilibrada entre sus secciones, más redonda y de rico colorido, más poderosa y brillante en los metales y más transparente en los tutti. Y no sólo en el Concierto para violonchelo de Schumann, donde se redujo la cifra de ejecutantes hasta una cantidad “normal”, sino también en la Cuarta de Tchaikovsky, donde el número de instrumentistas de cuerda se elevó hasta los cien músicos (¡!)

El milagro lo obró la técnica portentosa de Abbado, que con su bellísima gestualidad logró ofrecer verdaderos alardes de virtuosismo -pianísimos casi inaudibles, fortísimos de gran brillantez, reguladores de asombrosa precisión- con una orquesta entregada al cien por cien. De hecho hoy día quizá el único otro director en el planeta con una técnica tan prodigiosa sea Lorin Maazel, casualmente el otro invitado estelar de esta nueva edición de Sevilla entre culturas, pero también otro maestro de la irregularidad interpretativa. Porque una cosa es la técnica, portentosa en ambos casos, y otra cosa es el concepto interpretativo y las ganas que la batuta le ponga al asunto.

Coincido con quienes distinguen dos etapas en la evolución artística de Claudio Abbado. Desde mediados de los sesenta hasta mediados de los ochenta teníamos un director lleno de fuerza y sinceridad, ajeno por completo a la retórica y al efectismo pero de incomparable energía -arrolladora pero controlada al cien por cien- cuando destapaba la caja de los truenos; fue el Abbado de aquellos memorables registros de Mahler, Tchaikovsky, Hindemith, Janácek o Prokofiev para Decca y Deutsche Grammphom, por no hablar de su fresco y renovador Rossini de los setenta o de su prodigioso Verdi de la misma época. En la segunda mitad de los ochenta fue apareciendo el Abbado que nos ha llegado hasta hoy, antes apolíneo que dionisiaco, mucho más preocupado por la elegancia y la belleza del sonido que por la intensidad emocional, entregado a recrearse en grandes contrastes dinámicos y en refinados detalles que tienden al amaneramiento. Sus registros más recientes para Sony y DG ponen bien de manifiesto semejante tendencia, que en no pocas ocasiones (escúchense los dos últimos movimientos de su recientísima Cuarta de Mahler con la Fleming) conduce al más insufrible empalago.

Su Cuarta de Tchaikovsky sevillana estuvo a medio camino entre su lectura con la Sinfónica de Chicago de 1988 (Sony) y aquella con la Filarmónica de Viena de 1975 (DG) que es justamente considerada por algunos como la mejor de la Historia del Disco. Quiere esto decir que a pesar de algunos reparos fue una magnífica interpretación, pues aunque en los clímax hubiera más brillantez sonora que acongojante rebeldía, se detectaran caídas puntuales en el narcisismo -sobre todo en el andantino- y en la coda final se cayera en algún evidente efectismo, fue en conjunto una lectura llena de vida y teatralidad, apasionada y fogosa sin desbordamientos en el primer movimiento, de notable elegancia y serena belleza el segundo, de jovialidad y chispa en el tercero y de entusiasmo el cuarto. Planificación global, atención al detalle y respuesta orquestal, para quitarse el sombrero.

La primera parte del concierto había sido mucho menos interesante, a pesar de la presencia de Natalia Gutman. O quizá precisamente por ella: la mítica violonchelista ofreció una Schumann sincero y apasionado, como debe ser, pero su avanzada edad se dejó entrever en un arco de escaso peso, una agilidad limitada en la mano izquierda, una afinación no siempre precisa y un sonido global sin la deseable redondez. El director que acompañó fue claramente el Abbado de los últimos tiempos, equilibrado y elegante a más no poder, pero totalmente ayuno de compromiso expresivo y plegado por completo a ofrecer sonoridades ingrávidas y evanescentes. En la propina bachiana (Bourrée de la Suite nº 3) Gutman demostró con su fraseo flexible y elegante estar muy al tanto de las nuevas corrientes interpretativas.

La propina de la orquesta fue la misma que en el concierto con Dudamel, el final de la obertura de Guillermo Tell. Pues bien, el que fuera uno de los mayores intérpretes de Rossini que se han conocido la hizo… ¡mucho peor! Y es que ahí hizo su aparición el rossiniano efectista y amanerado, el que empezó a desarrollarse a partir de aquél infumable Barbiere protagonizado por Domingo Superstar. Que hiciera a los violinistas venezolanos tocar de pie sobre la silla (¡juro que no es broma!) es lo de menos: lo malo fue una interpretación llena de contrastes dinámicos sin sentido. Todo ello realizado, eso sí, con una muy meritoria respuesta técnica para semejante mamut orquestal y con un virtuosismo de la mejor ley. El grandísimo virtuosismo de un Abbado que con cada disco y cada concierto nos sigue desconcertando.