Revista mensual de publicación en Internet
Número 64º - Mayo 2.005


Secciones: 

Portada
Archivo
Editorial
Quiénes somos
Entrevistas
Artículos
Crítica discos
Bandas sonoras
Conciertos
El lector opina
Web del mes
Tablón anuncios
Suscribir
Buscar
 

 

FALLIDO DON GIOVANNI

Jerez, Teatro Villamarta. 27 y 29 de mayo de 2005. Mozart: Don Giovanni. Carlos Álvarez (Don Giovanni), Maurizio Muraro (Leporello), Yolanda Auyanet (Doña Ana), Ana Ibarra (Doña Elvira), Luis Dámaso (Don Octavio), Ruth Rosique (Zerlina), David Rubiera (Masetto), Miguel Ángel Zapater (Comendador). Coro del Teatro Villamarta. Orquesta Manuel de Falla. Dirección musical: Miquel Ortega. Dirección escénica: Francisco López. Nueva producción del Teatro Villamarta.

Por Fernando López Vargas-Machuca.

Cerraba el Villamarta su temporada con el momento más esperado del año: el de la presentación de su nueva producción operística. El título escogido era nada menos que Don Giovanni, las riendas estarían como siempre a cargo de Francisco López y encarnando al seductor tendríamos nada menos que a Carlos Álvarez. Las expectativas eran muy elevadas, hasta el punto de que las entradas se encontraban agotadas hace tiempo -fenómeno aquí inusual- y de que pudimos contar con la asistencia -otra circunstancia nada frecuente en tierras jerezanas- del presidente de la Junta Manuel Chaves y otras figuras del socialismo andaluz. El autor de estas líneas acudía también muy ilusionado la noche del pasado 27 de mayo, pues aun sabiendo de la mediocridad del director musical Miquel Ortega y del bajo Miguel Ángel Zapater (presencias poco menos que inevitables cuando el barítono malagueño canta en teatros de segunda), la habitual inteligencia de López y el alto nivel medio del elenco congregado hacían presagiar una velada más que interesante. Por desgracia las expectativas se vieron frustradas: la referida función se quedó en la más aburrida mediocridad, mientras que la del domingo siguiente, sin duda más sólida y trabajada, no pasó de la mera corrección. Y la causa no radica sólo en la sustitución a ultimísima hora de genial Carlos Chausson, un Leporello de lujo que ha tenido que cancelar por enfermedad sus próximos compromisos (entre ellos nada menos que el Elixir con la Gheorghiu en el Liceu).

Las razones del fracaso hay que encontrarlas en las insuficiencias de las respectivas direcciones musical y escénica. Francisco López -máximo responsable del Villamarta- es un director de escena serio, lúcido y honesto, que trabaja a fondo sus producciones y que procura siempre ofrecer cosas nuevas sin traicionar al compositor ni escandalizar al público; hasta ahora, todas sus producciones han oscilado entre lo bueno y lo magnífico, siempre contando con la impagable ayuda del escenógrafo y figurinista Jesús Ruiz, que logra sacar buen partido de un presupuesto más que limitado. Pero las cosas esta vez no han salido bien. Su punto de partida es plausible: trasladada la acción a principios del siglo XX, Don Giovanni es aquí un noble venido a menos que se refugia en la droga (se chuta un par de veces en escena) y en la trasgresión (al final hay una especie de orgía alrededor una mesa de altar que incluye drogas, maniquíes y un travesti) para huir de una nueva realidad social que no quiere aceptar. Ni que decir tiene que las apariciones fantasmales del Comendador son fruto de las alucinaciones producidas por la heroína. Por desgracia el resultado es confuso e incoherente, resultando la historia mal narrada y quedando los personajes muy desdibujados; incluso la dirección de actores y masas le ha quedado esta vez, cosa rarísima, bastante pobre. Las escenas "fuertes", no sé si por miedo a escandalizar al respetable o por una deficiente realización, quedaron bastante mojigatas, aunque resultaron de agradecer los intentos de crear una atmósfera malsana en la cena sacrílega del último acto, donde se incluían referencias al Casanova de Fellini y a Viridiana de Buñuel.

La dirección de Miquel Ortega fue muy insuficiente, como casi todo -creo que van ya ocho o nueve funciones- lo que el firmante de estas líneas ha tenido la ocasión de escucharle. Ciertamente la Orquesta Manuel de Falla es discreta y ya es un mérito hacerla sonar de manera aceptable con tan escasos ensayos, pero una buena labor de foso exige muchísimo más en el trabajo orquestal y en el trabajo con las voces. Su Mozart resultó plano, rutinario y no ya sin garra, sino sencillamente sin vida; no es que los tempi fueran lentos, sino que la tensión interna era inexistente. Los números se sucedían sin el menor sentido dramático y la orquesta sonaba amorfa, sin sentido del color ni de los contrastes. Mejoró un poco en la segunda función, menos flácida, pero las bellezas de la partitura seguían momificadas. El problema reside seguramente en que el señor Ortega, al igual que muchos astros de la lírica, programadores y aficionados, es de los que piensan que lo importante es ofrecer tempi cómodos a los cantantes, cuando en realidad hay que servir al compositor ahondando en la escritura orquestal y, no se olvide, trabajando codo con codo con las voces y exigiéndoles todo lo que haga falta. Este Don Giovanni resultó un perfecto ejemplo de tan errónea creencia: bastaba con escuchar los pobres recitativos para darse cuenta de lo poco que el director catalán había profundizado con los solistas en el aspecto dramático.

De ahí quizá el relativo fiasco de Carlos Álvarez. El barítono malagueño cantó estupendamente, pues no en vano su privilegiada voz, oscura y flexible a un tiempo, sigue siendo aún adecuada para Mozart; deslumbró además con su portentosa presencia sobre las tablas, desenvolviéndose a las mil maravillas en el terreno puramente escénico. Sin embargo, lo que se escuchaba estaba lejos de reflejar las múltiples facetas de tan complicado y contradictorio personaje: ni descaro, ni chulería, ni violencia, ni sarcasmo, ni rebeldía, ni nada por el estilo. Tan sólo una elegancia tan seductora como insuficiente. Es muy probable que con un director duro y exigente Álvarez logre dar la talla como Don Giovanni, pero es el propio cantante el que, exigiendo colaborar con batutas mediocres y serviles, no parece nada dispuesto a ello. Él verá: ya no somos pocos los que opinamos que está rindiendo bastante menos de lo que su portentoso talento natural le permite.

Los otros cantantes también se vieron contagiados de la rutina y superficialidad de la batuta, aunque ésta no tuviera nada que ver con el caso de Maurizio Muraro, quien llegó para sustituir a Chausson (que cantó en el ensayo general) tan sólo cuarenta y ocho horas antes del estreno; el joven bajo italiano, que tiene grabado el rol de Leporello en el sello Arte Nova e intervino como Angelotti en la filmación y grabación de Tosca con Alagna y la Gheorghiu, posee una estupenda voz y canta con muy buena línea. Realizó una digna labor en la primera función y, ya lógicamente más concentrado a la hora de intencionar su fraseo, estuvo francamente bien en la segunda. Menos cosas buenas se pueden decir del resto de sus colegas masculinos. El siempre elegante y efusivo tenor madrileño Luis Dámaso, que tantas cosas estimables ha ofrecido en el Villamarta, fraseó con gusto y sinceridad, pero evidenció importantes insuficiencias para mantener una auténtica línea mozartiana, amén de una afinación más que dudosa en la noche del domingo. David Rubiera, otro cantante al que le hemos escuchado cosas estupendas, decepcionó con un Masetto de voz incomprensiblemente atenorada y fuera de estilo. Y sencillamente desastroso, como era previsible, el Commendatore del aún joven pero ya acabado Zapater, un fichaje que el Villamarta nunca debería haber aceptado: la escena cumbre de esta ópera (y quién sabe si de la Historia) fue en el plano musical lo peor de las dos funciones.

Quedan las chicas. Yolanda Auyanet canta más fuera de España que en nuestra tierra; una lástima, porque la voz no es especialmente bonita pero sí potente, robusta, sólida en todos los registros -el agudo es algo duro- y de fácil coloratura. ¿Una futura dramática de agilidad? Ojalá. Su Doña Ana fue correcta en todo momento, y bastante más que eso en un 'Non mi dir' muy aplaudido por algunos queridos colegas de esta revista, dicho sea de paso; sólo le hubiera hecho falta más trabajo con la batuta. Mucho más que eso necesita Ana Ibarra, soprano hasta hace poco no ya prometedora sino sencillamente estupenda cuya Doña Elvira ha supuesto un tremendo chasco; su voz está hecha polvo y la línea de canto hace agua por los cuatro costados. No sabemos a ciencia cierta qué puede haberla conducido a esta crisis en tan brevísimo espacio de tiempo, pero lo cierto es que sería una desgracia que una chica con tan enormes cualidades se echara definitivamente a perder. La que sí está cada día más revalorizada es Ruth Rosique, que lo mismo hace barroco con Rilling, King o Hogwood que canta La flauta mágica, Pierrot Lunaire o Marina. La voz es preciosa, su dicción excelente y su musicalidad elevadísima. Por si fuera poco su físico es deslumbrante. Ayudada por un generoso vestido de Jesús Ruiz, su sensualísimo 'Vedrai, carino' elevó de manera considerable la temperatura de la sala y ofreció los momentos más emocionantes de estas lamentablemente fallidas veladas operísticas. Confiemos en que la próxima vez salgan las cosas mejor, porque en el Villamarta talento no falta.