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Número 62º - Marzo 2.005


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RETORNO TRIUNFAL

Sevilla, Teatro de la Maestranza. 10 de Marzo de 2005.

Recital de Juan Diego Flórez. Obras de Manuel García, Gioacchino Rossini, Wolfgang Amadeus Mozart, Christoph W. Gluck, Vincenzo Bellini, Gaetano Donizetti, Giuseppe Verdi, Chabuca Granda y José Serrano. Juan Diego Flórez, tenor. Vicenzo Scalera, piano. Aforo: casi lleno.

Por Bardolfo.

        Triunfal. Ese es el primer calificativo que se nos viene a la mente a la hora del reseñar el recital ofrecido anoche en el Teatro de la Maestranza por el tenor peruano Juan Diego Flórez, una de las grandes estrellas de la lírica actual y que rinde a sus pies a los coliseos que visita. En Sevilla ya lo conocíamos: siendo aún desconocido fue, junto a la mezzo Vivica Genaux, el principal atractivo de aquel esperpento morisco-teatral-donizzetiano que se tituló Alahor in Granata, una muestra fehaciente de la escasa preparación de los responsables del teatro al menos en cuanto a música se refiere. Ya entonces pude constatar la calidad vocal de aquel morito de guadarropía, menospreciado no poco por más de un adicto a los estudios de grabación, y que en poco tiempo se ha convertido en uno de los principales valedores de una cuerda, la tenoril, falta de nombres con garra tras la gloriosas generaciones anteriores. Es indudable que varios factores actúan a su favor: apoyado por una poderosa discográfica, el chico no es feo del todo, carece del prominente abdomen de muchos de sus colegas y tiene una desenvoltura en escena si no deslumbrante si al menos suficiente, recursos todos si se quiere secundarios, pero que ayudan en el cada vez más mercantilizado panorama operístico de nuestro tiempo. Claro que esto no bastaría para situarlo en el status preferente de que goza si no le acompañan las cualidades básicas: la voz de Flórez es hermosa, de sorprendente homogeneidad en todos los registros, algo corta de graves pero deslumbrante en el agudo, con un excelente control del fiato, una gran capacidad para la coloratura sin perder por ello el sonido viril que lo caracteriza, lo que lo hace ideal para Rossini, y capaz de exhibir unas elegantes medias voces cuando es necesario, como nos lo demostraron ayer sus lecturas de Cosi fan tutte y L'elisir d'amore, obra esta próxima a debutar en Canarias, uno de los lugares más asiduamente visitados por el joven artista.

 

Toda la velada fue una sucesión de buen hacer musical, con el muy matizado acompañamiento de Vincenzo Scalera enmarcando la labor de filigrana vocal de Flórez, que elaboró un espléndido programa de arias operísticas (Semiramide, Orfeo et Euridice, I Capuletti e I Montecchi, La fille du regiment) introducido por siete pequeñas miniaturas cancioneriles del tenor sevillano Manuel García, el legendario primer conde de Almaviva de Rossini y también un agradable retorno en esta velada mágica: siete arietas o caprichos destinados principalmente a las veladas privadas de la época, donde se funden con naturalidad los aires populares y las corrientes exhibicionistas de la ópera italiana, tocadas muchas veces con un pícaro sentido del humor. Grabadas hace unos años por Ernesto Palacio, profesor y agente de Flórez, no cabe duda de que le vienen como anillo al dedo a la vibrante voz del peruano, que muestra en sus creaciones los lógicos influjos de éste. Es quizás la única referencia clara en su canto, dotado de una envidiable individualidad en el adocenado mundo actual: nada en él nos recuerda la vulgaridad canora de Luciano Pavarotti que lo ha proclamado como su sucesor cuando basan sus respectivas carreras en terrenos musicales bien distintos, ni tampoco, pese a la lógica y habitual melancolía de sus admiradores, encontramos en su canto ningún parecido con el arte de Alfredo Kraus, lo que pudo constatarse con sus Duca, Tonio o la jota de El trust de los tenorios interpretada como propina.

 

Y hablando de propinas, nada menos que seis ofreció un satisfechísimo Juan Diego Flórez al término del programa oficial, sin duda espoleado por la entusiasta reacción de público, entregado desde el principio. Curiosamente, la célebre La flor de la canela, cantada para complacer el ruego de un aficionado y quizás la más popular melodía peruana de la historia, fue la pieza menos lograda, con despistes en la métrica por parte del artista. Para entonces el público que casi llenaba la sala (dato muy importante en un auditorio no acostumbrado a ver recitales con el aforo prácticamente agotado) tenía las manos enrojecidas de aplaudir. Las ovaciones y los bravos nunca estuvieron más justificados: pocos tenores de verdad han escuchado las paredes del coso maestrante, pero al menos estas dos estupendas horas de canto nos han servido para olvidarnos de la mediocridad de la actual temporada en el teatro del Arenal.