Revista mensual de publicación en Internet
Número 44º - Septiembre 2.003


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LOS ESCRITORES Y LA MÚSICA
DA PONTE (II)

Por José Ramón Martín Largo. Lee su curriculum.

 

No se sabe con certeza si Da Ponte escribió el libreto de Lo sposo deluso, ópera en la que Mozart trabajó durante 1783 después de interrumpir la composición de L’Oca del Cairo y que, como ésta, quedaría inconclusa. Sin embargo, y aunque inacabadas (seguramente a causa de la debilidad de sus libretos), ambas óperas preludian ya, tanto en lo musical como en lo dramático, el gran acontecimiento que tres años más tarde iba a suponer el estreno de Le nozze di Figaro. Tanto la Oca como el Sposo, en efecto, tenían la pretensión de ser ya comedias vertiginosas a las que no debía ser ajeno un aire burlesco en el que cabían por igual la crítica de costumbres y el disparate. La música de estas obras, a veces sólo esbozada, incluye páginas que anticipan lo que será Le nozze, y, además, entre los intérpretes que Mozart consideraba idóneos para los principales papeles, y cuyos nombres escribió en los márgenes de la partitura del Sposo, figuraban los de Francesco Benucci y Nancy Storace, futuros Fígaro y Susana.

Un año antes, Giovanni Paisiello, que desde 1776 era maestro de capilla en la corte de Catalina la Grande en San Petersburgo, había estrenado Il barbiere di Siviglia, ossia la precauzione inutile, sobre la comedia del mismo nombre de Pierre Augustin Caron de Beaumarchais. La ópera tuvo un éxito inmediato en toda Europa, por lo que no es extraño que Mozart, al tener noticia de que el comediógrafo francés había escrito una segunda parte titulada Le Mariage de Figaro ou La folle Journée, que se había estrenado en París en 1784, se decidiera enseguida a ponerle música.

Para entonces Da Ponte era el protegido de Salieri y el libretista de una ópera de éxito, Il burbero di buen cuore, de su amigo Vicente Martín y Soler, quien, después de su afortunado paso por Nápoles, empezaba a competir en Viena con el mismo Mozart. Según se lee en sus memorias, Da Ponte conoció a éste en casa del barón Wetzlar, no tardando el salzburgués en preguntarle si estaría dispuesto a escribir un libreto sobre Le Mariage de Figaro. La idea, sin embargo, tropezaba con un importante obstáculo: unos días antes, el emperador había prohibido a la compañía del teatro alemán la representación de la comedia de Beaumarchais, a causa de su carácter licencioso. El propio barón Wetzlar se ofreció a pagar un dinero para que la ópera, si no en Viena, pudiera representarse al menos en París o Londres, pero este arreglo no fue necesario. Si hay que creer lo que cuenta Da Ponte en sus memorias, solamente a sus gestiones con el mismo emperador se debería el que la ópera, que fue compuesta por Mozart en seis semanas, llegara a estrenarse. Parece ser que Da Ponte consiguió embaucar al emperador dándole a conocer algunas de las arias compuestas por Mozart, a la vez que le convencía de que su versión para la ópera, convenientemente recortada, carecía de todos aquellos episodios que podían resultar “disolventes”. José II en persona acudió a uno de los ensayos generales, hecho insólito que supuso un respaldo definitivo para la obra.

Conviene aclarar, en cualquier caso, que si Le nozze pudo estrenarse finalmente en Viena se debió exclusivamente al cambio de atmósfera que supuso la subida al trono de José II después de la muerte de su madre María Teresa. El nuevo emperador había alentado diversas reformas, tales como la abolición de la tortura judicial, el cierre de monasterios y la imposición de restricciones a la censura, la cual había gozado hasta entonces de un poder casi omnímodo. Tales reformas, como es natural, le ganaron la antipatía de la aristocracia y el clero; en cambio, según escribió Robbins Landon, “los campesinos, las personas cultas, los comerciantes, los judíos, los protestantes, los oprimidos y los pobres, le consideraban un dios”. Quizá fueron precisamente esas reformas las que evitaron que en Viena se repitiera una insurrección como la que poco después iba a producirse en París. Por lo demás, aquel ambiente de permisividad no solamente fue propicio para la música, sino también para la literatura e incluso la filosofía, campos en los que Viena había quedado rezagada con respecto a las otras metrópolis europeas durante el mandato de María Teresa.

Desde el principio, Mozart concibió Le nozze di Figaro como la continuación de Il barbiere di Siviglia, con lo que esperaba que su obra se beneficiara del éxito que tuvo la de Paisiello. Además, como la ópera iba dirigida a un público que ya conocía los antecedentes de la historia, Da Ponte pudo condensar al máximo la acción, y, como consecuencia de ello, la ópera superó en vivacidad, frescura y enloquecimiento colectivo al modelo de Beaumarchais. Sin embargo, por encima de su espontaneidad, y hasta de las melodías de sus arias y de las escenas de conjunto, es posible que el rasgo más característico de Le nozze sea la humanidad de la que, en letra y música, están cargados sus personajes, rasgo que tiene si cabe más mérito al estar enraizados estos en las máscaras y las caricaturas de la commedia dell’arte. El gran éxito del día del estreno, que obligó al emperador a dictar una ordenanza prohibiendo que en las sucesivas representaciones se repitieran los números de conjunto, obedeció tanto a la inspiración de la música como al hecho de que el público de aquel tiempo empezara a reclamar una verdadera caracterización psicológica de los personajes, que en este caso mostraron en la escena por primera vez los conflictos sociales del momento, motivados por los privilegios que aún creía poseer la aristocracia y por la ascensión de una nueva clase que reclamaba también sus derechos.

Beneficiario de esa nueva atmósfera, y convertido para entonces en poeta de la corte, Da Ponte escribiría en los años sucesivos (además del de Don Giovanni y el de Così fan tutte) nuevos libretos para Salieri y Martín y Soler: para el primero, Il ricco di un giorno (1784), Axur re d’Ormus (1788), que era en realidad una reelaboración de la muy celebrada, y todavía hoy considerada la mejor ópera de Salieri, Tarare, sobre una pieza de Beaumarchais, y los libretos de Il Talismano (1788), Il pastor Fido y La Cifra (ambos de 1879); y, para el segundo, el de la recientemente recuperada Una cosa rara (1786), adaptación libre de una comedia de Vélez de Guevara, y L’arbore di Diana (1787).

Ninguno de esos libretos, ni por supuesto la música que se escribió para ellos, alcanzó la categoría de Le nozze, aunque sí un éxito transitorio que encumbró todavía más a Da Ponte. Éste, que no había cumplido aún los cuarenta años, había adquirido un grado de respetabilidad inimaginable unos pocos años antes, y que sólo puede entenderse en el contexto de lo que el teatro representaba en la corte de José II.  De hecho, no sólo se trataba de una “representación” artística, sino también política y moral. Por eso no es raro que el propio emperador supervisara la producción de los nuevos montajes (llegando, en el caso de Le nozze, a restituir a la partitura un ballet que había suprimido el conde Orsini-Rosenberg, director de la Ópera de la corte), encontrando la forma de compatibilizar estas actividades con las que requería el Estado. Da Ponte encontró en esos años el ambiente más apropiado para la exhibición de sus dotes de hombre teatral. Y aún le quedaban por escribir los libretos de Don Giovanni y Così fan tutte.