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Número 37º - Febrero 2.003


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LOS ESCRITORES Y LA MÚSICA:
HEINE (II)

Por José Ramón Martín Largo. Lee su curriculum.

 
Heinrich Heine

Tras el éxito del Libro de las canciones Heine volvió a la prosa de los Cuadros de viaje, cuyos volúmenes tercero y cuarto, de nuevo en la editorial de Campe, se publicaron entre 1829 y 1831. Pero en Alemania, pese a que era un autor ya plenamente reconocido, el porvenir de Heine resultaba incierto: sus últimos libros tropezaron con la censura, y el cuarto volúmen de sus Cuadros de viaje había sido prohibido por las autoridades prusianas. Mientras tanto, la revolución de julio de 1830 representaba para Heine un fuerte estímulo, que en su caso se añadía a la atracción que desde siempre sentía por Francia. En busca de mejores aires para sí mismo y para su obra, Heine marcha al exilio.

La experiencia del exilio iba a ser para Heine semejante a la de muchos otros: unos primeros años de deslumbramiento hacia el mundo artístico parisino en los que aún esperaba que las ideas revolucionarias se extenderían a Alemania; luego, un deseo creciente de volver a su origen, frustrado por la comprobación de que Alemania se resistía a todo cambio. En suma, Heine iba a permanecer en París veinticinco años; allí trabó relación con escritores como Victor Hugo y Balzac, y con músicos como Berlioz y Bellini, pero también realizó un importante papel de mediador entre culturas, dando a conocer en Francia la filosofía de Hegel y divulgando en Alemania, por medio de sus colaboraciones en la prensa, los debates políticos franceses. Más tarde retornaría a su actividad poética, que en los años cuarenta adquiriría un carácter satírico, pero antes, entre 1833 y 1840, aparecerían sus tres únicos intentos de ficción en prosa: De las memorias del señor Schnabelewopski, Noches florentinas y El rabino de Bacherach.

En cierto sentido, estos relatos pueden considerarse una continuación por otros medios de la prosa episódica, fragmentaria, en ocasiones paródica (llena de digresiones y pasajes oníricos) de esa mezcla de autobiografía, ensayo y ficción que constituyen los Cuadros de viaje, obra que con razón fue juzgada por un crítico contemporáneo como la “revolución de julio” de la literatura alemana. Al menos en los dos primeros relatos, el del noble polaco Schnabelewopski y sus andanzas por Europa, y en los episodios que componen las Noches florentinas, las experiencias de índole personal abundan lo bastante como para que puedan ser considerados como autobiográficos, a pesar de que la voz de Heine se oculte aquí, como haría en el futuro, tras una máscara. A este respecto, es paradigmático Maximilian, el protagonista y narrador de las Noches florentinas.

Sobre este personaje ha recaido un encargo: el de entretener con el relato de historias fantásticas, al estilo del Decamerón, a la enferma y postrada María, a la que al parecer le unen unas no bien definidas relaciones amorosas. Pero los relatos de Maximilian, aunque de carácter sensual, no se parecen en nada a las gozosas narraciones de Boccaccio, y más bien pertenecen a un romanticismo negro y tenebroso cargado de un sentimentalismo enfermizo. En la primera de sus narraciones, Maximilian evoca su amor hacia una estatua de Venus; en la segunda, la amada resulta ser una bailarina que fue dada a luz en la tumba. En medio se intercala el relato de otros amoríos del narrador: hacia otra estatua (ésta de Miguel Ángel); hacia la Virgen de un cuadro; hacia una nueva estatua, esta vez de una ninfa griega; y, por último, hacia el retrato de una mujer muerta siete años antes. Amores todos ellos gratos para Maximilian, en comparación con los de las mujeres reales, que, según afirma, “saben una forma de hacernos felices, y treinta mil de hacernos desgraciados”. En la transición entre la primera y la segunda noche, sin embargo, Maximilian parece conceder una posibilidad a la humanización de la mujer, la cual se produciría mediante la música, lo que da pie a Heine a evocar algunos recuerdos de sus músicos favoritos en aquella época, es decir: Rossini, Bellini y Paganini.

Maximilian, que ha ido esa tarde a la Ópera (adonde, según confiesa, suele ir más para ver que para escuchar), describe a María los rostros de las mujeres italianas, que, bajo la influencia de la música, expresan “con sobrecogedora verdad el espíritu que las habita y sus escalofriantes y mudos secretos”. Por lo demás, la música no afecta sólo a los corazones femeninos, ya que a juicio del narrador ésta es el alma y el tema nacional de Italia, una música que se ha hecho pueblo, a diferencia de lo que ocurre en el norte de Europa, donde “la música se ha hecho hombre y se llama Mozart o Meyerbeer”, con independencia de que lo mejor de esta música del norte, otra vez según la opinión del narrador, provenga también del aliento italiano. Esto último, que es cosa sabida al respecto de las óperas del salzburgués, en especial las de la trilogía con libreto de Da Ponte, no lo es tanto, quizá, en lo que se refiere a Meyerbeer, que en efecto vivió en Italia casi diez años (entre 1816 y 1825), período en el que que dio a conocer óperas  como Il Crociato in Egitto, que se estrenó en Venecia en 1824. Como se ve, Heine, que fue de los primeros en incorporar a su obra temas de su más estricta contemporaneidad, fusionando la pura creación literaria con el reporterismo, aquí no hace sino mostar un panorama bastante fiel de la realidad musical de las primeras décadas del siglo XIX.

Pero en el terreno de la composición los mayores exponentes de esa facultad para dirigirse al corazón del oyente no son otros que Rossini y Bellini,  representantes ambos del genio tal como éste era concebido por la sociedad romántica. Para Maximilian, que aquí se limita a transmitir las ideas de Heine, la suprema expresión de ese genio sería Rossini, que tuvo el acierto de abandonar la composición una vez había cumplido “su misión” (Rossini escribió su última obra para la escena francesa, Guillaume Tell, en 1829, ocho años antes de la publicación del relato de Heine). Por su parte, la temprana muerte de Bellini, sólo dos años antes, en 1835, encajaba en la imagen ideal del genio romántico. El autor de Norma aparece en la narración de Maximilian como un joven saludable, apocado y supersticioso: “un suspiro en escarpines” cuyo éxito con las mujeres no se contradecía con su torpeza en sociedad, causada al parecer por su mal dominio de la lengua francesa.

Pero el colmo del romanticismo, a juicio de Maximilian-Heine, no sólo por su música, sino también por su vida, o al menos por lo que se contaba de él, era Paganini, de cuya falsa muerte se informó en los periódicos en los mismos días de la verdadera de Bellini. En comparación con las existencias sin misterios de éste, asiduo visitante de los salones parisinos, y de Rossini, dedicado en su retiro dorado a los paseos y a la gastronomía, el violinista aparece como un ser aureolado por la leyenda, un personaje fantástico de quien no se cuenta nada que no sea inquietante, una especie de precursor de Nosferatu que “si no la sangre del corazón, quiere al menos sacarnos el dinero de los bolsillos”. De Paganini, en efecto, se decía que había ido a parar a galeras tras asesinar a una amante infiel, cautiverio del que se libró por medio de un pacto con el diablo, el cual había adoptado la forma de un escritor de comedias que le acompañaba a todas partes y que le transmitía sus infernales poderes cuando salía al escenario. Heine se encontró con él, y con su diabólico acompañante, en Hamburgo, y, si nos atenemos a la descripción que Heine hace del concierto que ofreció esa noche, cabe imaginar cuál sería el efecto que su persona y su dominio del violín ejercían sobre el público de su tiempo.

Para Heine, pues, la superioridad del arte musical residía en el hecho de que aunaba la sensualidad italiana a su facultad para dirigirse al espíritu, con lo que, junto a la poesía, venía a ser el remedio a ese “desgarro” que aquejaba al mundo: el de la separación entre materia e ideal. Por ser la música italiana la que predominaba en Europa, y muy especialmente en París, cuyos ambientes musicales fueron frecuentados por Heine en la misma medida que los literarios, resultaba que el París de las transformaciones revolucionarias en lo político, y a la vez musicalmente italianizado, se constituía en el complemento del pensamiento idealista alemán, conformando así una visión del mundo que debía servir de inspiración a una futura (y nunca vista por Heine) revolución alemana.

 

 

 

 

 

Nota:
La Imagen del cuadro de Heine (tercera imagen) ha sido obtenida de aquí.