Revista mensual de publicación en Internet
Número 25º - Febrero 2.002


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EXISTE LO IMPOSIBLE

Por Elisa Ramos. Lee su curriculum.

TAIMAgranada: José Luis Estellés, director artístico y clarinete; James Dahlgren, violín; José Miguel Gómez, violonchelo; Juan Carlos Garvayo, piano. Auditorio del Conservatorio Profesional del Música de Salamanca, 31 de enero de 2002. Programa: Cuarteto para el Fin de los Tiempos de Olivier Messiaen. Ciclo Clásicos del Siglo XX. Consorcio 2002 en colaboración con el Conservatorio Profesional de Música de Salamanca y el CDMC (Centro para la Difusión de la Música Contemporánea)

Comenzó la música. El papel se me quedó descansando en el regazo y el bolígrafo suspendido entre los dedos. No pude tomar ni una sola nota. Hubiera sido casi un ‘sacrilegio’ moverse y romper la exquisitez musical que flotaba en el ambiente. Me quedé clavada en la butaca, expectante desde la primera hasta la última nota. También en los interminables segundos de silencio que los intérpretes supieron conseguir al final con su actitud. Algo tan poco habitual y, sin embargo, necesario para redondear cualquier interpretación. Vitales, por otra parte, en este caso.

Parece inexplicable que Messiaen llevara a cabo la composición y estreno de la obra en la situación precaria de un campo de concentración. Más entendible resulta el espíritu que la alienta y su inspiración en una cita del Apocalipsis de San Juan. El profundo catolicismo de su autor y sus explícitas manifestaciones en el prefacio de la partitura pueden otorgarle ese significado religioso. Pero al salir de sus creadores las obras también comienzan otra vida compartida con intérpretes y oyentes. Así pues, el Cuarteto para el Fin de los tiempos  puede, por su carácter sonoro,  dar sentido a otras muchas vivencias rituales diferentes para cada uno de los receptores de su música. Sabía todo eso y cómo sonaba. Lo que no sabía todavía es que pudiera recrearse de la manera magistral en que lo hizo TAIMAgranada. La trenzaron en una interpretación inolvidable.

Las palabras se quedan pobres para narrar la sutileza del sonido que emergió de sus instrumentos trasmitiendo a la vez  tensión y calma. Para mí fue como la expresión circular del tiempo musical entrelazada en la mente, los dedos y el aliento de cuatro artistas excepcionales. Destilaron gota a gota  la riqueza de timbres, ritmos, armonías y melodías, coloreando la música en un inteligente alarde de facultades. Transitaron en una especie de meditación trascendental por todos los extremos: los del registro instrumental, los de los matices y los del sentimiento. Excelentes agudos y graves, pianísimos saliendo y perdiéndose en la nada, exquisita articulación, control del ritmo, de la gradación de intensidad y perfecta comunión -entre ellos y hacia el público- evidenciaron su enorme virtuosismo cargado de intelectualidad.

La interiorización mental para asumir la obra lanzaba al aire la calidad de una música y la hacía asequible a cualquier aficionado. Había muchos profesionales en el auditorio, pero una buena parte del público no llevaba otro bagaje técnico que su afición a la música o su deseo de pasar un rato agradable en un concierto. Muchos de ellos poco o nada familiarizados con la del siglo XX. El concierto era gratis y poco costaba probar fortuna. Un poco de curiosidad y algo de tiempo eran suficientes. Quedaron, como todos, extasiados.

Los increíbles sonidos del clarinete de José Luis Estellés y del violín de James  Dahlgren  iniciaban la liturgia anunciando lo que estaba por llegar. Se sumaba la sonoridad, llena de intención, del piano de Juan Carlos Garvayo tirando por tierra la idea de que el papel del instrumento en la obra está en desventaja sobre los otros tres. Más tarde, la maravillosa melopea del violonchelo de José Miguel Gómez. Aquello fue como una apocalíptica catarsis en un variado repertorio de filados, picados, ligados, staccatos, spiccatos, teclas percutidas, melódicos giros y armónicos glissandos. Ya fueran cristales, ángel anunciador, pájaros en el abismo, furor de trompetas, mezcolanza de arco iris y alabanzas a la inmortal eternidad de Jesús, o cualquier otra cosa, lo cierto es que, integrados en un todo musical, se adueñaron de mí llegándome a la razón y al corazón al mismo tiempo.

Garvayo acarició el último sonido del piano y Dahlgren se quedó solo perfilando un agudo e interminable pianísimo que fue perdiéndose de forma imperceptible. Descansó sobre el violín, con levedad, unos instantes, separó el arco lentamente, levantó sus dedos de las cuerdas y, muy despacio, se despegó del instrumento relajando todo el cuerpo y bajando la cabeza. Quietud de intérpretes y público. Se escuchaba el sonido del silencio. ¡El más largo que he oído en un concierto! El auditorio se quedó pasmado congelando en la mente ese momento eterno.

Hasta que, al fin, una persona reaccionó iniciando los aplausos. Nos sacó de la inmovilidad una ovación entusiasmada, ininterrumpida y prolongada, que reclamó varias veces la presencia de los artistas en el escenario. No recuerdo haber aplaudido jamás con tanta fuerza. Me dejaron ‘cenada’ y predispuesta para irme a dormir directamente soñando con su vuelta. Afortunadamente volverán antes de un mes, esta vez con mayor número de intérpretes y distinto repertorio. Difícil van a tener dejarme con su actuación tan satisfecha como en esta.