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Número 23º - Diciembre 2.001


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  ENTREVISTA A ILAN ROGOFF
"EL GIGANTE "

Entrevista realizada por Alejandra Pin Zambrano (Guayaquil, Ecuador).

 
Ilan Rogoff

   “La música existe cuando se cierra ese triángulo entre  compositor, ejecutante y escucha.   Yo podría divertirme horrores con una partitura, sin tener que tocarla al piano o dirigir una orquesta, sólo con leer y oír en mi mente las notas puestas sobre el papel;  pero es al expresarse ante un público que en verdad completamos el triángulo y surge la música.  Como se trata de exponer conceptos geniales frente a la audiencia, después de exhaustivo trabajo físico y análisis, uno llega a identificarse casi totalmente con el material estudiado. Entonces  me someto a la prueba de fuego consistente en verificar si cuanto siento y percibo en tal partitura es válido, y si soy capaz de transmitirlo a un tercero que se ha tomado una serie de molestias para asistir al concierto”.  Ilán Rogoff se detiene para sorber uno de nuestros cafés diminutos.  El sol dictatorial de las tres de la tarde hace que sus ojos verde agua resulten más refrescantes, aunque echen chispas.  Ilán es paradoja:  grande aunque delicado.  Su voz  suena grave,  como rugido, no obstante vibra  gentileza en sus palabras.  Podría triturar ladrillos con sus manazas... mas prefiere entregarlas al piano.  Así es el hombre con quien ahora converso.  Un israelí  que ha llevado su arte por todos los continentes.

   “Inicié mi carrera aun contra los deseos de mis padres, ambos músicos profesionales.  Sin embargo, con mi hermano  hicimos de ésta nuestra carrera.  Empezamos él con piano y yo, de ocho años, con violín.  Tras cierto tiempo hicimos un cambio.  Hoy  Roni es violinista, y en cuanto a un servidor, ya ves”, dice con jocosa resignación.  Elección acertada, por algo BBC le encargó grabar la banda musical de Notorius Woman, serie televisiva sobre  la vida de George Sand.  “Ser considerado profesional comienza cuando el mercado acepta tu producto como algo que se puede vender y comprar,  no significa que sea bueno o malo.  Un ser humano, artista o no, puede considerarse maduro tras desarrollar criterio de excelencia basado en sus profundas convicciones de bien y  mal. La música me permite lo maravilloso de tener una idea del sonido que deseo escuchar y  poder producirlo por esfuerzos propios.  Ese es el milagro de cantar o tocar bien algún instrumento.  Ahora, muchos pueden oír mentalmente un sonido y producirlo sin que tenga gracia para ningún otro ser humano, porque no hay arte”.

   “Si tan sólo desean pegar un grito, pues gritan y  cumplen igual que  yo con una sonata de Beethoven.  Pero busco en aquella sonata algo más complejo que gritar.  Quiero producir  estructura,  filosofía, concepto estético; momentos de ternura, heroísmo y todo lo contenido en la obra; identificarme con este proceso, y además transmitírselo a un público que viene únicamente con predisposición a disfrutar.  Además, su manera de apreciar mi trabajo será diferente a lo que siento, pues la música se disfruta en forma individual.  No  intento dominar al público para decirle: ‘oye, así hay que apreciar la pieza:  aquí va ternura; más allá, esto;  más acá, lo otro’”.

   Pese a todo,  Rogoff considera que cuando el espectador no siente, la culpa es del intérprete.  Más que públicos buenos y malos, “existen  artistas buenos y malos; o sea, quienes transmiten y quienes no.  Claro que pueden darse condiciones adversas en una sala, sin embargo bajo circunstancias normales creo que es siempre responsabilidad del artista involucrar al público en su trabajo.  Resulta duro a veces, porque pueden aparecer tonterías que no son culpa ni del público ni del ejecutante, pero existen.  Ahí empieza el oficio:  superar estas barreras para llegar a la audiencia y hacerla participar”.


Ilan y Alejandra, durante esta entrevista

PLACERES EXAGERADOS

    La mirada rogoffiana es directa, si bien suave.  Conversamos por  obra y gracia de Hardy von Campe, amiga, cómplice, mecenas cuyo jardín escandalosamente verde se ha convertido en  boulevard para iguanas y pájaros: “Me gusta el placer en forma tan exagerada que casi todo me provoca placer... puede ser un cebiche como los prepara Hardy o la alegría de alguien cuando lo llamas por teléfono después de mucho tiempo...  todos son elementos que me producen emociones muy fuertes. A veces me siento  un chiquillo de quince años, con manos sudorosas frente a cualquier fenómeno intensamente estético, sea el cuadro del algún pintor callejero o de un maestro en el Louvre... experimento esa gran subida de adrenalina.   Otras veces me siento bastante viejo,  al final del camino.  Desde niño vivencio esto, ya no me impacta demasiado”.

   “Las piezas musicales tienen aquella lógica intelectual y animal, según la que todo tiene principio, desarrollo y fin.  Tal fenomenología se manifiesta en campos distintos como  vivir  una historia de amor, tocar o leer una obra maestra cuyo argumento se presenta, desarrolla y llega al final.  Al igual que en el sexo, llega un momento de clímax distinto a cualquier otro, pues el de una obra de Shakespeare no tiene nada que ver con el clímax de piezas  de Mozart, si bien ambas contienen un mismo elemento indispensable.   Existen creaciones que producen agotamiento emocional del ejecutante”, reflexiona;   “en mi caso podría mencionar la Fantasía de Schumann o la Sonata de Liszt.  Toqué esta última en Bogotá y al concluir yo no sabía ni dónde estaba.  Es como un viaje.  No fue sino cuando el público empezó a aplaudir que reaccioné”.

       Tras acompañar al mítico Zubin Mehta en giras con la Orquesta Filarmónica de Israel, grabó varios trabajos  junto a Kurk Sanderbing. El leonino espíritu de Rogoff lo inclina a la etapa romántica del piano. Rogoff grabó también a Schumann y a Schubert, lo que  le ganó el premio de Records & Recordings  como uno de los mejores en los años ochenta. John McCabe le concedió el estreno mundial de un concierto para piano y después,  en 1995, el Lincoln Center se puso a sus pies.  Alumno de Karol Klein, Stefan Askenase,  Leonard Shure, Claudio Arrau y  Vladimir Horowitz, se confiesa poco amante de la cátedra:  “Nunca he sido profesor fijo pues  no me gusta repartir conocimientos por obligación.  Tuve la fortuna de poder ganarme la vida con el talento que me dieron los dioses” ríe, “desarrollado por esfuerzos propios y de  personas que me ayudaron, nunca  hubo oportunidad ni necesidad de enseñar.  Me gustaba mucho dictar clases maestras hasta que advertí que sirven más para el ego de uno que para el beneficio de los alumnos:  en tan breve tiempo todo resulta muy difícil;  y se puede hasta hacer daño. El maestro  aconseja  con buena intención, si las palabras son  erróneamente interpretadas podría incluso truncarse el desarrollo del estudiante  por este consejo  mal expresado o mal entendido... o las dos cosas”.

   “En vez de trabajar un día con un grupo de alumnos, prefiero dar conferencias donde la posibilidad de ser incomprendido es mucho menor, entonces no se lastima a nadie”.  Ahora,  como estudiante... “No tengo disciplina de ensayo, soy el ser menos rutinario que conozco.  Hay épocas en que puedo sentarme al piano por la mañana y llegar a la noche sin darme cuenta,  otros días digo: ‘¡Ah, hoy no!’, y me dedico a otras cosas”.


Ilan Rogoff

   Inevitablemente,  esas otras cosas venían a la conversación.  El café iba por media taza y pude lanzar  las odiadas preguntas personales.  ¿Qué  colgaba de su cuello?  ¿Amuleto?  ¿Devocionario?    “Oro.   Una moneda israelí del 120 A.C.  La encontró un amigo arqueólogo y me la regaló”.  Así llama a sus admiradores.  Amigos.  A un hombre se lo conoce por sus amigos.  Rogoff tuvo uno muy especial:    “Lloro internamente con mucha frecuencia, casi nunca derramo lágrimas.  La única vez que no pude controlar el llanto fue cuando murió Igor, mi gran danés.  Era como un hijo, un compañero, todo”.  Había transcurrido tiempo desde su muerte, nos confesó:   “...todavía cuando regreso a casa, lo mismo si voy de gira por un mes o si salgo a comprar el periódico, miro hacia arriba desde el portón  para ver si está esperándome donde siempre me esperaba”.

   Sus ojos se enrojecen, pierden efervescencia:   “Tuve animales antes y causa mucha tristeza cuando muere algo que vivió  contigo.  Igor era humanoide completamente.  He perdido amigos y seres queridos, me da casi vergüenza admitir que pocas veces he sentido lo que sentí por este perro”.

LA VIDA ES BELLA

     Quienes  ya pasamos por semejantes adioses  sabemos que es mejor evocar algo más reconfortante, con sabor a pasado, a dulce pasado:   “Nací en Israel en 1943, mis padres son de origen ruso.  Israel posee  una vida cultural e intelectual absolutamente fuera de serie.  Siendo  sibarita, ahí están todas las cosas que se pueden disfrutar:  cielo, mar, amigos.   No recuerdo momentos tan felices como los de mi niñez sino hasta que me mudé a  Mallorca;  quizás por ser muy similar a Israel, con sus olivos milenarios, el mar Mediterráneo... conozco su temperatura, tormentas y secretos”.

   La vida real ha sido bella para más de uno:  El recuerdo de Israel es un calidoscopio de placeres, traumas, caras, muertos, olores, colores... ¡todo!  Cierta ocasión después de un recital volvía a casa con mis padres, el país  todavía integraba al Imperio Británico, cuyo  ejército  impuso toque de queda. Ya eran las once de la noche, y yo tendría tres o cuatro años.  De pronto  papá me susurró: ‘¡Oye, juguemos a las escondidas!  ¡No hagas ningún ruido!’.  Nos ocultábamos tras los arbustos y yo estaba dichoso de jugar con él. Agazapados ahí, esperamos a que pase la patrulla;  me sentía locamente feliz.  Puede pensarse que fue traumático, mas no.  Mientras aquello sucedía, eran momentos de felicidad total por jugar con papá, siempre dedicado y amoroso, pero que nunca tenía tiempo de retozar con nosotros.  Hoy, al reconocer lo duro de la situación, es impactante porque se trataba de un hombre de treinta y tantos, con su esposa embarazada y un bebé de tres años, ocultándose, esperando que los  soldados no disparen.  Jugar con él era un gozo  tremendo, inconsciente  de que ese juego era una manera de sobrevivir”.

   Tarde y  café han terminado.  Duele concluir mi conversación con alguien como Ilán, fiera que ronronea en el español adoptado casi como lengua madre, en parte por Vesna,  pintora, escultora y amada chilena cuyas hijas, por fuerza cordial, siente propias.  Su contacto con sangre joven acabó llevándolo a reconsiderar metas: “Nos inculcan desde pequeños cosas falsas, ridículas. Como que el mundo es nuestro y si un niño lo desea, puede ser presidente, paracaidista, Rubinstein, Pelé... en fin, cuanto uno quiera, si hay decisión de esforzarse y talento suficiente.  Causa mucho daño porque la inmensa mayoría de gente  queda frustrada por nunca haber llegado a jugar como Pelé.  Nos enseñan el concepto del palo y la zanahoria: si acertamos nos dan un dulce; si erramos, un  golpe. Filosofía brutal que nada tiene que ver con la realidad.  Según biografías de triunfadores, casi ninguno llegó andando  el camino por el que tratamos de conducir a la humanidad.   Al pasar el tiempo, reconoces que no vas a ser Pelé ni Einstein...  con los años descartas  cosas irrealizables, pero esas cosas jamás formaron parte de quien eres,  sino que te metieron en la cabeza ideas de ser alguien:  Pelé, Einstein, Rubinstein  y gente que tú, como niña o niño no quisiste ser, sólo deseabas ser feliz.  Eso no te lo enseñó nadie”.