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Número 22º - Noviembre 2.001


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REGIA Y ALTIVA

 

Por Jesús Robles.

RECITAL WALTRAUD MEIER. BRAHMS: Canciones gitanas, op. 103. MAHLER: Rückert-Lieder. SCHUBERT: Ocho lieders. BRAHMS: Frauenliebe und leben. WOLF: In der Frühe. Abschied. Waltraud Meier, mezzosoprano. Nicholas Carthy, piano. Barcelona, Gran Teatro del Liceo. 9 de noviembre de 2001. Aforo: casi lleno.

Uno llega a Barcelona tras doce interminables horas de tren nocturno, sólo minoradas por un rato de buena conversación con Manuel Galiana, para esperarse el paroxismo más generalizado en la parcela wagneriana española por antonomasia ante la presencia de la gran voz especialista en las lides nibelungas, aunque sea con un repertorio de lieder más dado al recogimiento que a las cabalgatas desenfrenadas.

¿Y qué ocurre? Se entra en ese nuevo Liceo de todos, y sorprende contemplar la fea pantalla, de madera descolorida y aire desaseado, que le han puesto al inmenso escenario del coliseo de las Ramblas, en un intento por impedir que la voz humana no se pierda en la inmensidad de la sala, lo que se logra sólo a medias, cuando el cantante dirige su mirada al frente del proscenio, en tanto el piano campea a sus anchas, privilegiado por la nueva acústica.

Se apercibe uno también del variopinto público asistente, divisible en tres parcelas: los melómanos, que son los menos, callados y atentos durante las interpretaciones, explosivos y exultantes a su término; la vieja guardia barcelonesa, los más numerosos, señores y señoras de más que mediana edad, muy arreglados y despistados, casi todos aquejados de problemas respiratorios que se traducen en molestas toses y sin ninguna emoción conocida en los rostros, que huyen rápidamente, dentro de lo que a cada uno su edad permite, en cuanto comienza la segunda propina; y la digamos nueva generación de la cultura española, los más molestos, no sólo por su estrambótica presencia, que hiere la mayor parte de las veces la vista, sino sobre todo por sus escasos conocimientos de comportamiento en teatros de ópera y lugares públicos en general.

Por suerte para el sufrido cronista, que además tiene un asiento cuya visibilidad comienza a los pies del piano (cosas del nuevo Liceo, por cierto nada barato), aparece la artista. Y vaya si lo es: desde su misma presencia (porte regio, belleza altiva) a su economía de gestos y, sobre todo, a su manera de decir y expresar los diversos sentimientos reflejados en el colorista y algo kistch mundo gitano de Brahms y de desnudar la obsesiva tristeza de Schubert , con unos antológicos "Gretchen am Spinrade" y "Nur wer die Sehnsucht kennt", como ejemplos de un grupo perfectamente equilibrado, sin olvidarnos de su capacidad para traducir la melancolía y ensimismamiento de "Ich bin der Welt abhanden gekommen", cumbre del Mahler más interiorizado.

A estos autores nos lo sirvió una voz rotunda, exhibida en Brahms en toda su amplitud, de los agudos refulgentes a los graves profundos, para prepararnos para la exhibición de su centro ancho, redondo y robusto, maleable y dúctil, con el que logró los más bellos momentos en Mahler y Schubert, gracias a un legato impecable, a una técnica respiratoria tan efectiva como inapreciable, y a una matización hasta el más mínimo detalle, como en la conmovedora "Die junge Nonne" de Schubert, conjugando a la vez inocencia y tragedia, o en la última propina, el "Abschied" de Hugo Wolf, donde demostró su magisterio en el uso del parlato, rellenando así la hipotética única laguna que podía quedar vacía.

Nicholas Carthy fue un acompañante displicente, aunque quizás algo rígido, sobre todo en comparación con el instrumento femenino al que acompañaba. Decir de ella de nuevo que su presencia compensó todas las dificultades antes expuestas y hasta el sonido del inevitable móvil de turno, ya al final de la velada. Su figura envuelta en negro y verde, con un aire a lo belle epoque, habrá pasado sin duda a la galería de imágenes inolvidables de los aficionados. Ha prometido volver, quizás en tres o cuatro años, para interpretar una ópera. Hasta entonces sólo nos queda soñar con Waltraud Meier.