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Número 10º - Noviembre 2000


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CINE Y MUSICA: UN VIOLIN DEL COLOR DE LA SANGRE

Por Ángel Riego Cue

El mundo de los "luthiers" o constructores de instrumentos conoció en la Italia del siglo XVII algunos nombres míticos que hoy se siguen recordando: nombres como Stradivarius, Guarnerius o Amati, conocidos incluso por el público no melómano, fascinado por el hecho de que la más moderna tecnología no haya conseguido superar lo que hicieron estos artesanos con los medios de su época.

Precisamente en aquel tiempo y lugar, y en el taller de un constructor de violines cremonés, Niccolo Bussotti (personaje ficticio, como todos los de la película), es donde comienza la historia de "El violín rojo". Niccolo acaba de construir un violín superior a todo lo hecho por él anteriormente, y que considera su obra maestra. Su esposa Anna está a punto de dar a luz un hijo, y decide consultar el futuro, mediante las cartas del Tarot, a una vieja adivina. Esta afirma que leerá el futuro de Anna, pero lo que predice se ajusta asombrosamente bien al destino que le aguarda en los siglos venideros al violín construido por su marido. (Ya se sabe que estas cosas "sólo ocurren en las películas", pues en la vida real los videntes no dan una.)

Anna muere poco después a consecuencia del parto y Niccolo decide teñir su violín de rojo. Será el último que construya. Poco tiempo después, el violín es legado a un monasterio que acoge a niños huérfanoso o abandonados, donde permanecerá un siglo.

La historia se traslada a finales del siglo XVIII. Ha tenido lugar ya la Revolución Francesa, y han rodado las cabezas de Luis XVI y María Antonieta. Al monasterio donde se guarda el preciado violín, llega el maestro de música Georges Poussin, llamado por los monjes para que examine a un niño prodigio, Kaspar Weiss. Kaspar impresiona a Poussin tocando el violín rojo (aunque es un instrumento demasiado grande para un niño como él), y el maestro decide llevárselo a su casa en Viena, y preparar su debut. La ocasión se presenta cuando un príncipe parte para el frente, y desea llevar un entretenimiento musical para el camino, con lo que se organiza una audición-concurso.

Poussin somete al niño, de salud delicada, a agotadores ensayos para preparar la audición. El resultado será que, en el momento de tocar ante el príncipe, Kaspar cae muerto. Los monjes deciden enterrarlo junto con su violín, al que tan unido estaba.

¿Es este el final de la historia del violín rojo? Ni mucho menos, ni siquiera dentro de una tumba terminan sus peripecias. El monasterio es destruido, las tumbas saqueadas, y a finales del siglo XIX el violín reaparece en una "troupe" de gitanos en gira por Europa. Van a parar a la Inglaterra victoriana, donde les oye tocar un excéntrico aristócrata de Oxford, Frederick Pope, quien se prenda del sonido del instrumento, y se lo compra. Pope se presentará en las salas de conciertos como gran virtuoso, con el violín rojo, y entre sus extravagancias está la de hacer el amor con su novia, la escritora Victoria Byrd, mientras ensaya con el violín (lo que se nos antoja algo difícil, pero quién sabe...). Ella parte de viaje, y los dos amantes se intercambian todos los días cartas de lo más romántico, echándose de menos, pero al regresar de improviso le encuentra en la cama con otra (y tocando el violín). Despechada, empuña un revólver y dispara no sobre él ni sobre su nueva amante, sino sobre... ¡el violín!

Algún tiempo después, un anticuario de Shangai compra un violín rojo con un agujero en el mango, que venderá varias décadas después (¿tanto tiempo estuvo en la tienda sin comprarlo nadie?) a una mujer china, que lo regala a su hija Xiang Pei, entonces una niña. Estamos en los años 30; tres décadas después, Xiang es ya una mujer, y vive la época de la Revolución Cultural maoísta, y sus humillantes procesos públicos a los culpables de "desviacionismo burgués", entre los que se encuentra Chou Yuan, maestro de música cuyo "crimen" es enseñar música occidental a sus alumnos. Tras su arrepentimiento público, a Chou se le perdona la vida, en parte por la defensa que hace de él Xiang. Pero se descubre que Xiang guarda en su casa un violín rojo, símbolo de la "decadencia occidental", y los fanáticos Guardias Rojos van a detenerla: como último recurso para salvar el instrumento de la quema, ella le pedirá a Chou que acepte esconderlo.

Años después, ya en los 90, Chou muere y el gobierno chino decide subastar su colección de instrumentos, recurriendo para ello a la casa de subastas Duval de Montreal (Canadá). Duval contrata a un experto, Charles Morritz, para ayudarles en la tasación de cada pieza, y es Morritz quien descubrirá que uno de los violines de la colección es el legendario violín rojo de Frederick Pope. También descubrirá la terrible razón del color rojo del violín, pues los análisis encargados a prestigiosos laboratorios dictaminan que el barniz usado contiene sangre humana, la sangre de Anna Bussotti.

Cuando la subasta tiene lugar, gentes llegadas de varios continentes para recuperar una parte de su propia historia pujan por el famoso violín rojo: desde los monjes herederos de la orden que acogió a Kaspar Weiss, hasta la Fundación Pope, o el hijo de Xian Pei, que era un niño pequeño cuando su madre fue detenida y ahora es ya todo un hombre (y al parecer lo bastante acaudalado como para participar en la subasta). Sin embargo, parece que quien se lo llevará será un antipático personaje llamado Ruselsky, pues a pesar de haber sido incapaz de apreciar el violín cuando lo tuvo en sus manos, es quien tiene más dinero (nadie más que él llega a ofrecer 2.400.000 dólares). Claro que estas historias deben demostrar que el dinero no lo es todo: aunque compra el violín, lo que se lleva es una copia del siglo XIX, pues Morritz ha dado el "cambiazo".


"El violín rojo" es ciertamente una película de alto presupuesto, pues se ha rodado en tres continentes y en al menos cinco idiomas. Sin embargo, nos parece que dadas las pretensiones del film (retratar la vida a lo largo de nada menos que cuatro siglos), sus medios se le han quedado incluso cortos, pues cada época histórica tiene que ser mostrada en breves pinceladas, que no consiguen pasar de la superficie; tampoco daría tiempo a mucho más.

La elección de los escenarios es tópica a más no poder. Así, para representar el siglo XVIII, con su aristocracia y sus pelucas, qué mejor sitio que la Viena de "Amadeus", al poco de morir Mozart; para el siglo XIX, qué escenario más idóneo que la Inglaterra victoriana, que hemos conocido en innumerables adaptaciones literarias llevadas a la pantalla, entre las más recientes las basadas en E.M. Forster o Jane Austen. Y tras habernos mostrado la sociedad aristocrática (XVIII) y la burguesa (XIX), en el siglo XX le toca el turno a la comunista, la que supuestamente debería ser la sociedad igualitaria del futuro y en realidad sirvió para producir alguno de los regímenes más criminales de la historia de la Humanidad, como el de Mao Zedong en China. Aparte de ser el más perfecto representante del comunismo, los guionistas deben haber elegido a China porque así se aumentaban las rocambolescas vicisitudes del violín rojo: atravesaba un océano, conocía otro continente, y estaba a punto de ser roto o quemado (algo más a añadir a su truculenta historia, junto a haber sido enterrado en una tumba y haber recibido un disparo).

Finalmente, parece que tarde o temprano todo objeto valioso producido en Europa debe acabar en una casa de subastas en América, tal como el manuscrito de Leonardo da Vinci que compró Bill Gates, y es la subasta de Montreal lo que sirve como nexo de unión de las diferentes historias de cada época. La narración hace continuos saltos del pasado al presente, y además cuenta varias veces la misma escena desde diferentes puntos de vista, lo que podrá desconcertar al principio a algún espectador, aunque seguramente terminará acostumbrándose.

El director de esta producción italo-canadiense es el quebequés François Girard, bien conocido por los melómanos como el autor de "Thirty-two short films about Glenn Gould", película biográfica sobre el famosísimo pianista, y también por dirigir una de las filmaciones realizadas sobre las Suites para cello de Bach en la reciente grabación de Yo-Yo Ma. El guión ha sido escrito por él en colaboración con Don McKellar, quien interpreta en el film el papel del ayudante de Charles Morritz, y la fotografía de Alain Dostie consigue reflejar un ambiente distinto para cada época de la historia.

En el reparto encontramos nombres de fama internacional, destacando como Charles Morritz un sólido Samuel L. Jackson, de cuyas numerosas apariciones en la pantalla la que todos recordamos primero es la del asesino a sueldo que acompañaba a John Travolta en "Pulp Fiction". Junto a él, el nombre más conocido es el de otra veterana, Greta Scacchi, en su personaje de Victoria, la amante de Frederick Pope; otra incursión en un personaje de la misma época que su papel de Mrs. Weston en "Emma".


Hemos dejado para el final lo que nos parece lo mejor de esta película, que es su música. La banda sonora original no se encargó a uno de los habituales "especialistas" del género, sino a un compositor "clásico" (esto es, de música para la sala de conciertos), como es John Corigliano, uno de los más ilustres compositores vivos de Estados Unidos, de quien muchos aficionados recordarán su Sinfonía nº 1 "dedicada a los amigos víctimas del SIDA", o su ópera "Los fantasmas de Versalles". Continúa así una tradición de compositores "serios" que prestan ocasional atención a la música para el cine, como han sido Prokofiev, Shostakovich o Copland, y que en el caso de Corigliano se había plasmado en dos trabajos anteriores para la pantalla de enorme interés: "Altered States" (1980, en España "Viaje alucinante al fondo de la mente"), film de terror de Ken Russell sobre un guión de Paddy Chayefsy, y "Revolución" (1985), la película de Hugh Hudson sobre la guerra de independencia de Estados Unidos.

Corigliano, cuyo padre fue violinista, el concertino de la Filarmónica de Nueva York (y al que podemos ver aún hoy en los programas de TV que dejó grabados Leonard Bernstein), nos entrega una partitura donde cada época está perfectamente representada por música escrita en su estilo (es de destacar el concierto que toca la orquesta de niños acogidos en el monasterio, que podría haber sido escrito perfectamente por Vivaldi, la música zíngara de la banda de los gitanos, o el virtuosismo romántico de las piezas que interpreta Pope); y a su vez, ello no impide que en los momentos de mayor tensión o misterio se utilice un lenguaje musical contemporáneo en la línea de un Penderecki en sus buenos tiempos. De esta amalgama de estilos resulta un todo coherente, que ganó merecidamente el Oscar a la mejor banda sonora original de 1999 (única categoría en la que estaba nominada la película) y que asimismo ha dado origen a una pieza de concierto de más de 17 minutos, la Chacona para violín y orquesta "El violín rojo".

Esta Chacona está también incluida en el disco de la BSO, en el que han participado intérpretes del máximo prestigio entre los de las generaciones más recientes, como el director finés Esa-Pekka Salonen, al frente de la orquesta Philharmonia de Londres, o el violinista Joshua Bell quien, entre otras apariciones en pantalla, "dobla" al actor que interpreta a Pope en la secuencia del concierto en el auditorio Sheldonian de Oxford. Tanto la Chacona de concierto como la música de la película se basan melódicamente en el llamado "Tema de Anna", el que ella cantaba para el futuro niño que no llegó a conocer.


En resumen, el principal inconveniente de "El violín rojo" es la descompensación entre los episodios históricos y la parte de "thriller" acerca del destino del instrumento en su subasta en la Canadá actual, que llega a interesar al espectador más que aquellos, cuando es con mucho el de menos coste de realización; un "thriller" suele ser más barato que una película de ambientación histórica. La historias de época son tópicas y de contenido bastante truculento y, como tantas veces, se impone un final feliz poco realista. Sin embargo, la película puede ser disfrutada por un amplio público, tiene alicientes indudables, como su música, y sobre todo nos hace pensar que los productos del trabajo humano pueden sobrevivir a sus creadores e incluso, si son lo suficientemente buenos, conseguir algo parecido a la inmortalidad.